RELATOS DE REALISMO MÁGICO
la juguetería
Juguetes y libros de ocasión.
La ciudad está quieta y dormida o eso parece, sumida en un silencio un tanto lúgubre al filo de la medianoche. La plaza del ayuntamiento se ve ahora solitaria y algo triste, aunque la ilusión de los niños que ahora duermen sigue prendida en las luces de los adornos navideños colgando entre fachadas: cadenas de acebo, campanas y lazos de colores, la misma decoración del año pasado (y del anterior) por cuya belleza no pasa el tiempo. Las manecillas del reloj casi confluyen para dar las doce en punto y sin embargo, para los hermanos Madera -jugueteros, carpinteros y libreros de oficio- no existe la hora intempestiva. Y menos en una noche como esta: víspera de navidad, en la que el tiempo es una rueda de trineo impulsada por la fantasía que se evoca, se recuerda, se comparte o a lo peor se contiene.
La ciudad se halla sumida en el silencio helado de la noche, sí, empezando a humedecerse de escarcha; pero ya sabe el lector que mientras unos duermen, otros sueñan, y entre tanto otros más caminan sonámbulos bajo la luz de la luna aunque parecen despiertos.
La Señora de la Rosa va apurada, sosteniendo su bolso contra el pecho en alocada carrera; son las doce de la noche y aún no tiene el regalo de navidad para su único hijo, David. Qué desastre.
Ha sido un auténtico alivio encontrar luz y vida tras los cristales de «Madera: Juguetes y libros de ocasión» incluso a aquella hora, cuando ella ya había perdido toda esperanza de hallar algo abierto. Sus labios pintados de rosa primor se curvan en una sonrisa algo arrugada y sus manos, cubiertas con sendas manoplas de lana para protegerse del frío invernal, empujan la puerta de cristales haciendo sonar al momento un manojo de campanillas que cuelga por encima de la hoja.
--...¿Hola?
La señora De la Rosa saluda tímidamente bajo el tintineo cristalino, poniendo un pie en la juguetería con la misma cautela que si se adentrara en un mundo desconocido donde pudiera salirle al paso un dinosaurio como lo más normal. No es que no le gusten las jugueterías, no es eso, lo que ocurre es que no las frecuenta. La verdad es que se le hace raro estar ahí a aquella hora prohibida, cuando los infantes están metidos en sus camas, y bueno, si ella está ahí es sólo porque quiere comprar el regalo de David, nada más.
Se pregunta si de no ser por ella los tales hermanos Madera tendrían algún cliente atrasado aquella noche. Quizá hay otros padres despistados o demasiado ocupados como ella, quién sabe, tal vez estos Madera sabían lo que se hacían no cerrando la tienda hoy.
La estancia está envuelta en la calidez color llama procedente de varias lámparas de aceite y velas colocadas aquí y allá, llena de vida pero desierta o eso parece. Sombras danzan en las paredes como jugando al escondite cuando baila trémula la luz, marcando y confundiendo los perfiles de una veintena de muñecos expuestos en hilera en un panel lateral: naricitas respingonas fundiéndose con mechones de nylon rubio, piernecitas retorcidas y gordezuelas de bebé o bien esbeltas con medias hasta la rodilla -como en el caso de las muñecas de porcelana-, alguna bailarina que de pronto parece bailar, algún bigote y sobre él un sombrero de ala ancha. Todas estas figuras, sin excepción, parecen estar mirando ahora a la señora De la Rosa en un silencio dorado y expectante sujeto con alfileres.
--¿Hay alguien?...
Algo turbada por aquella mirada reflejada en sombras sobre ojos de cristal, la clienta tardía se aparta del panel de los muñecos moviéndose hacia el mostrador en la pared opuesta de la sala. El aire huele a canela, café, resina y libro viejo, también ahora a flores muertas cuando se aproxima a un florero lleno de pétalos secos que por instantes la distrae de su trayectoria. Uhm, vaya, la señora De la Rosa no ha reparado hasta ahora en que las flores muertas tienen olor... pero claro, por eso entre otras cosas a lo mejor la gente guarda pétalos entre las páginas de los libros, ¿no?
--¿En qué puedo ayudarla?
Distraida contemplando el jarrón, la señora De La Rosa no ha advertido el movimiento a su derecha ni el rumor de las hileras de cuentecitas chocando al abrirse la cortina justo detrás del mostrador, bajo un cartel que reza «SANATORIO DE MUÑECOS» . Ahora un hombre de pelo blanco y gafitas alargadas la observa con una sonrisa afable, un destello infantil en la mirada bajo las hirsutas y encanecidas cejas.
--Oh!--ella da un pequeño saltito por el susto, luego ríe y se siente como una niña tonta a su inconfesable edad--gracias, perdone...--se excusa inmediatamente, cubriéndose la boca--sé que es muy tarde pero no he podido zafarme del trabajo hasta ahora... está abierto, ¿verdad?--inquiere, de pronto pensando que quizá se habían dejado el cartelito indicando tal cosa por error hacia fuera de la tienda, lo mismo que la puerta abierta.
--Ah, tranquila, no se preocupe, señora. Sí, claro que estamos abiertos--la sonrisa del hombre se amplía más y más a medida que habla--estamos abiertos toda la noche, siéntase como en su casa.
--Vaya...--algo arrebolada por la inesperadamente amable acogida, la señora De la Rosa sonríe a su vez como si acabaran de compartir un secreto este hombre y ella: «la víspera de navidad los jugueteros no duermen, señora» pareció que la voz del hombre susurraba colándose de algún modo en su cabeza--muchas gracias... no sabe cuánto me alivian sus palabras, realmente.
El hombrecito de pelo blanco se ríe quedamente, lo que achica el borde de sus ojos en un sinfín de arruguitas como patas de gallo.
--Oh, me hago a la idea, creame. Acabo de acostar a mi hijo...
La clienta ladea la cabeza, por un momento sin entender muy bien. ¿A qué venía eso? claro, que si era cierto que los jugueteros no dormían la víspera de navidad sería porque ellos sabían cuán importante es la navidad para los niños. Y este hombre además tenía un hijo... vaya, quién lo diría, qué raro. Supone que será un niño pequeño si dice que acaba de acostarle, aunque se le ve un hombre muy mayor ya como para eso, ¿no? Bueno, quizá tal vez habla de un niño adoptado, quién sabe.
--Vaya...--murmura sin saber muy bien qué decir, dejando hablar a la formalidad agradable y algo encorsetada típica de los momentos más cínicos, sin manifestar interes más allá pero sin querer parecer maleducada.
--Sí, los niños se duermen tarde esta noche...--el anciano le guiña el ojo a la clienta y se encoge levemente de hombros--es natural. Aquí somos artesanos más que vendedores, ¿comprende? sabemos bien de qué está hecha la felicidad, por eso estamos abiertos. Pero, bueno, dígame, ¿qué está buscando? Algo para un niño, supongo--sonríe de nuevo con inocente picardía.
--Ah, sí. Para mi hijo.
--Bien. ¿Cómo se llama?--inquiere el hombre.
La señora de La Rosa frunce levemente el ceño; no es que le importe responder a la pregunta pero no se la esperaba.
--Se llama David. Tiene siete años, casi ocho--añade a modo de información adicional, suponiendo que es bueno dar pistas sobre eso al juguetero. Al fin y al cabo ella no ha pensado mucho en esto hasta llegar allí, pero no entiende muy bien los gustos de su hijo. Tal vez por esa razón ha estado postergando inconscientemente el momento de comprar el regalo y se ha quedado pillada de tiempo al final.
Lo que la Señora de La Rosa no entiende es que a David le gusta jugar con muñecas. Con muñecos y muñecas tan perturbadores como los que la han mirado a ella desde el expositor hace un momento. No sólo eso, también su hijo juega a las casitas, las cocinitas y las figuritas de barro, y a muchas otras cosas raras, frecuentemente hablando solo; toma el té con ricitos de oro mientras otros chicos de su edad se rompen los dientes jugando a balón prisionero en la calle, rara vez sale y se queda hasta las tantas leyendo, A SU EDAD. Se supone que tendría que estar JUGANDO y no LEYENDO, ¿no?
--Y a David, ¿qué le gusta?--inquiere el juguetero antes de sugerir nada, sin saber que metió el dedo en la llaga de las preocupaciones de su clienta con aquella pregunta.
--Bueno...--la señora De la Rosa suspiró y desvió la mirada, clavando los ojos por un momento en una flor que descansaba bajo una campana de cristal sobre el mostrador, junto a una de las nudosas manos del anciano. Es una rosa de color alegría: roja, un color que podría reír, cantar y gritar; la corola de pétalos tersos se sustenta sobre un tallo anfractuoso y bello en su imperfección, cubierto de espinas recias como garras. «Siempre Viva» se lee en letras grabadas en oro al borde de la campana de cristal. Vaya, esa rosa tan extraña le encantaría a David, no puede evitar pensar la inquieta madre. Pero no, definitivamente algo como eso no le ayudaría a David a... defenderse en la vida. David es DIFERENTE, ¿no es eso? no es como los otros niños porque no juega como ellos... ¿verdad? ella, como madre, debe ayudarle a que se parezca a los demás. Porque si le regala un muñeco, o una rosa, a la larga le hará un desgraciado mariquita, y David tendrá problemas, por ser diferente a los otros, y le atacarán, y sufrirá. «Mariquita», cómo odia ella esa palabra, sobre todo cuando la oye de labios de su marido para referirse a la conducta de David algunas veces, de cara o de tapadillo-- no tiene videojuegos, ¿verdad? coches de carrera, batallas, lucha callejera, ya sabe.
El anciano juguetero niega con la cabeza.
--Me temo que no, señora. Somos artesanos... lo hacemos todo a mano aquí. No nos sirven proveedores, salvo para la materia prima...--y para eso, para conseguir la mejor materia prima, iban y venían de cierto lugar que el anciano se cuidará mucho de mencionar, pero eso es otra historia. ¿Te preguntas que lugar es? te doy una pista: cielo o infierno, ¿será uno de esos?
--Oh, entiendo, claro.--la señora de La Rosa permanece pensativa unos instantes mirando a su alrededor. Caballitos de madera, gatitos de peluche, disfraces de múltiples diseños con tejidos de lentejuelas en mil colores... no, definitivamente un traje de sirena no ayudaría a David a parecerse a sus semejantes-- y...¿fabrican armas? ¡no digo de verdad, ya me entiende!--se apresura a aclarar, porque de pronto le sonó inexplicablemente ruda su petición--armas de juguete, claro. De esas que sólo... «parecen» de verdad.
--¿Armas?--Las cejas del juguetero confluyen ahora en un pronunciado pliegue sobre el puente de su nariz--¿armas de fuego, dice? no existen las armas de juguete, señora.
La clienta pasa el peso de su cuerpo de un pie a otro sobre sus zapatitos de tacón, levemente incomoda ahora. No debería hablar de armas en una juguetería... ¿es eso?
--Sí. Bueno, no. No de fuego de verdad, sólo...
--Ya, ya. Sólo que parezcan de verdad, sí. Dígame...¿a David le gustan las armas?
--En realidad no.
El breve silencio que les envuelve tras esta lapidaria respuesta es roto en cuestión de instantes por la carcajada del anciano.
--Pero bueno, David mató a Goliath con una onda, señora, ¿por qué narices va a regalarle una pistola por navidad?
Ella no puede evitar contagiarse por la risa del hombre y sonríe algo azorada.
--Tiene razón.
--Y encima no le gustan--el anciano sigue riendo y sacudiendo la cabeza como si ella le hubiera contado un buen chiste.
--Es verdad. Soy una madre terrible...--murmura la clienta, sin dejar de sonreír, aunque su mirada se ha ensombrecido a la luz de las lámparas.
--Por favor, no diga eso. Es usted una madre estupenda, ha venido aquí a media noche buscando el mejor regalo para su hijo y eso es lo que vamos a encontrar--sonríe el anciano--estoy aquí para ayudarla. Es bueno si a David no le gustan las armas...--añade tras una breve pausa, ahora más serio-- Las armas matan. Los juguetes... son todo lo contrario. Son para hacer sonreír a la gente y están vivos, ¿sabe?
La clienta sonríe, interpretando la última frase como un canto metafórico de amor que diría un juguetero artesano. Aquel hombre seguro que amaba su trabajo, se le notaba en los ojos que se le iluminaban al hablar, y en las encallecidas manos modeladas para acariciar mariposas, para acoger lo más delicado en la amplia palma áspera de tanto lijar madera. Claro, qué va a decir un juguetero enamorado sino que todas sus criaturas están vivas... es lo mismo que podría decir un escritor de sus personajes, o un lector, o, claro! lo mismo que un niño diría de SUS propios juguetes, sí.
Si David mató a Goliath con una onda quizá los nombres son importantes en esto y ella no se ha dado cuenta, o tal vez eso de los nombres sea una tontería. Tal vez los nombres no son realmente importantes pero quizá hay más cosas sobre David que ella desconoce o que simplemente ha pasado por encima por no entenderlas. ¿Y qué tiene ella que entender, al fin y al cabo? Los juguetes son importantes porque jugar es importante, y según eso ella no debería meterse en cómo juega David, pues el chico desde luego NO hace daño a nadie.
--A mi hijo le gusta jugar con muñecas y ponerse trajes de niña--lo suelta de pronto, lo escupe sobre la mesa como una bola de espino volando al viento en un camino polvoriento del Far West.
--Oh. En eso puedo ayudarla, creo.
--Pero... no está bien que un niño... ya sabe. No es...--el tono de voz de la clienta se va adelgazando a medida que ella misma siente que su discurso pierde fuerza--no es muy normal, ¿verdad?
--¿Normal?--el anciano ríe para sus adentros--¿es que acaso usted y yo somos normales...?
En ese momento se escuchan ruidos de cacharrería al otro lado de la cortina de cuentas, como si alguien hubiera derribado una estantería cargada de utensilios allí donde decía «sanatorio de muñecas»
--¡Maldito seas, piel verde, controla a tu caballo!--se oye una voz airada y grave al otro lado de la cortina--te prometo que como se vuelva a salir le pego un tiro.
El anciano niega con la cabeza detrás del mostrador mientras escucha la algarabía.
--Es mi hermano, Karl. Discúlpele, es librero. Está algo tenso ultimamente.
--QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ!
De pronto se escucha alto y claro el piafar de un caballo y ruido de cascos al otro lado de la cortina.
--¿De verdad hay un caballo ahí dentro?--la señora De la Rosa no puede evitar ponerse de puntillas y estirar el cuello para atisbar tras las hileras de cuentas que ahora se agitan con un suave vaivén.
--Oh, bueno, no sé, ahí dentro hay muchas cosas... no le de importancia.
En ese momento, las cuentas de las cortinas se agitan violentamente para dar paso a un hombre también mayor, más o menos de la misma edad que el que atiende a la señora de La Rosa. Sus facciones están contraídas en una mueca de enfado que le hace parecer un buldog apunto de pegar un mordisco, mofletes carnosos tiemblan por la ira y unas gafitas de concha enmarcadas en oro resbalan peligrosamente hasta la punta de su bulbosa nariz.
--Y usted, señora. Si permite que su hijo juegue con muñecas va a hacer de él un maricón, ya no digamos si le compra vestiditos...--farfulla el recién llegado como si hubiera estado pegando oreja a la conversación. Es lo que ha estado haciendo todo el tiempo, de hecho.
--Karl, por favor...
--Es verdad--insiste el buldog, ya saliendo de la trastienda y colocándose junto a su hermano, a punto de reventar el chaleco de flores que lleva bajo la bata de terciopelo--los niños DE HOY EN DÍA no van por ahí vestidos de princesa, ni canturreando cancioncitas, ni haciendo pasteles de barro. Los niños DE HOY EN DÍA juegan a las canicas, a los coches y a las GUERRAS--eleva la voz y marca la última palabra con vehemencia-- Si su hijo no juega a eso, le irá mal.
La señora de La Rosa mira a uno y a otro hermano estupefacta como si fueran dos fantasmas en un sueño. De pronto la situación le resulta rocambolesca en este último giro, igual que el diálogo entre ambos hermanos, por no mencionar que al parecer guardan un caballo en la trastienda minúscula.
--Disculpe a mi hermano, por favor--reitera el primer anciano que atendía a la clienta--está algo cansado y ha tomado demasiado café. Seguramente podrá recomendarle algún libro, no obstante...
No perdían oportunidad estos hermanos para vender, eso desde luego.
--Hm, los libros que yo tengo son especial-...
--Sí, sí...--el primer anciano corta al segundo que entró después y le palmea el hombro como si hablara con un niño ofuscado--especiales, sí. Peligrosos, eso ya lo has dicho otras veces.
--Pero es verdad...
--Karl. Vamos, ¿no te das cuenta de que asustas a los clientes...? discúlpeme--el primer hermano se gira hacia la clienta al tiempo que rodea con un brazo los hombros del librero y suavemente le conduce otra vez tras la puerta de cuentas--no debes dejar de vigilarlo ahora, vamos, Karl. Sólo por esta noche, deja en paz a la gente, ¿sí?
Mientras el juguetero se lleva de nuevo a su hermano a la trastienda, la señora De La Rosa pasea la mirada por la sala. Ahora la juguetería parece tener un aspecto distinto después de la extraña conversación, más «hogareño» ,casi como si no fuera la primera vez que ella está ahí. Despacio, despega un pie del suelo, luego otro, y camina la distancia que le separa del mundo de muselina y tul de esos disfraces entre los que ahora, de pronto, quiere perderse. Contrariamente a lo que imaginaba no huele a naftalina entre los trajes, sino a ¿fiesta? es extraño, nunca ha olido nada como aquello, la risa olería como esos trajes si tuviera olor. Quizá el anciano juguetero tenía razón cuando dijo que ellos sabían de qué estaba hecha la felicidad... quizá la felicidad está hecha de momentos, momentos que inevitablemente han quedado prendidos de las lentejuelas de aquellos trajes, junto a los sueños del que las cosió. Ah... tantas preguntas... y es tan tarde,
pero no se da cuenta. Sin pensarselo dos veces ha agarrado un vestido color azul cielo, del mismo tono azul que los ojos de David.
--¿Señora?
Da un pequeño respingo al oír de nuevo la voz del anciano y sale de entre los trajes, sujetando el vestido azul con ambas manos.
--Oh, sin duda es un traje precioso. Ese se lo regalo, si quiere, lo diseñó mi prima. Puedo ir envolviéndoselo mientras piensa qué regalo llevarle a su hijo, ya me entiende, el vestido le encantará pero usted venía a por EL MEJOR regalo para David, y bueno, debemos dedicarle tiempo a esa elección. ¿puedo ofrecerle un café?--dice mientras se mueve alegremente hacia un rollo de papel dorado para envolver regalos y tira de él a fin de extraer un pliego--o té, si lo prefiere.
La señora De La Rosa se acerca de nuevo al mostrador, con el vestido aferrado contra el pecho por encima de su bolso, mirando alternativamente al juguetero y a la flor «siempre viva» bajo la campana de cristal. Sonríe, sabe que encontrará el regalo perfecto y que no será una pistola de esas que parecen de verdad.
--¿Sabe? creo que tal vez su hijo David se llevaría muy bien con mi hijo. Por favor, siéntese--acerca dos sillas junto al mostrador para hablar tranquilamente con ella y charlar sobre ilusiones--puede llamarme Gepetto.
La ciudad está quieta y dormida o eso parece, sumida en un silencio un tanto lúgubre al filo de la medianoche. La plaza del ayuntamiento se ve ahora solitaria y algo triste, aunque la ilusión de los niños que ahora duermen sigue prendida en las luces de los adornos navideños colgando entre fachadas: cadenas de acebo, campanas y lazos de colores, la misma decoración del año pasado (y del anterior) por cuya belleza no pasa el tiempo. Las manecillas del reloj casi confluyen para dar las doce en punto y sin embargo, para los hermanos Madera -jugueteros, carpinteros y libreros de oficio- no existe la hora intempestiva. Y menos en una noche como esta: víspera de navidad, en la que el tiempo es una rueda de trineo impulsada por la fantasía que se evoca, se recuerda, se comparte o a lo peor se contiene.
La ciudad se halla sumida en el silencio helado de la noche, sí, empezando a humedecerse de escarcha; pero ya sabe el lector que mientras unos duermen, otros sueñan, y entre tanto otros más caminan sonámbulos bajo la luz de la luna aunque parecen despiertos.
La Señora de la Rosa va apurada, sosteniendo su bolso contra el pecho en alocada carrera; son las doce de la noche y aún no tiene el regalo de navidad para su único hijo, David. Qué desastre.
Ha sido un auténtico alivio encontrar luz y vida tras los cristales de «Madera: Juguetes y libros de ocasión» incluso a aquella hora, cuando ella ya había perdido toda esperanza de hallar algo abierto. Sus labios pintados de rosa primor se curvan en una sonrisa algo arrugada y sus manos, cubiertas con sendas manoplas de lana para protegerse del frío invernal, empujan la puerta de cristales haciendo sonar al momento un manojo de campanillas que cuelga por encima de la hoja.
--...¿Hola?
La señora De la Rosa saluda tímidamente bajo el tintineo cristalino, poniendo un pie en la juguetería con la misma cautela que si se adentrara en un mundo desconocido donde pudiera salirle al paso un dinosaurio como lo más normal. No es que no le gusten las jugueterías, no es eso, lo que ocurre es que no las frecuenta. La verdad es que se le hace raro estar ahí a aquella hora prohibida, cuando los infantes están metidos en sus camas, y bueno, si ella está ahí es sólo porque quiere comprar el regalo de David, nada más.
Se pregunta si de no ser por ella los tales hermanos Madera tendrían algún cliente atrasado aquella noche. Quizá hay otros padres despistados o demasiado ocupados como ella, quién sabe, tal vez estos Madera sabían lo que se hacían no cerrando la tienda hoy.
La estancia está envuelta en la calidez color llama procedente de varias lámparas de aceite y velas colocadas aquí y allá, llena de vida pero desierta o eso parece. Sombras danzan en las paredes como jugando al escondite cuando baila trémula la luz, marcando y confundiendo los perfiles de una veintena de muñecos expuestos en hilera en un panel lateral: naricitas respingonas fundiéndose con mechones de nylon rubio, piernecitas retorcidas y gordezuelas de bebé o bien esbeltas con medias hasta la rodilla -como en el caso de las muñecas de porcelana-, alguna bailarina que de pronto parece bailar, algún bigote y sobre él un sombrero de ala ancha. Todas estas figuras, sin excepción, parecen estar mirando ahora a la señora De la Rosa en un silencio dorado y expectante sujeto con alfileres.
--¿Hay alguien?...
Algo turbada por aquella mirada reflejada en sombras sobre ojos de cristal, la clienta tardía se aparta del panel de los muñecos moviéndose hacia el mostrador en la pared opuesta de la sala. El aire huele a canela, café, resina y libro viejo, también ahora a flores muertas cuando se aproxima a un florero lleno de pétalos secos que por instantes la distrae de su trayectoria. Uhm, vaya, la señora De la Rosa no ha reparado hasta ahora en que las flores muertas tienen olor... pero claro, por eso entre otras cosas a lo mejor la gente guarda pétalos entre las páginas de los libros, ¿no?
--¿En qué puedo ayudarla?
Distraida contemplando el jarrón, la señora De La Rosa no ha advertido el movimiento a su derecha ni el rumor de las hileras de cuentecitas chocando al abrirse la cortina justo detrás del mostrador, bajo un cartel que reza «SANATORIO DE MUÑECOS» . Ahora un hombre de pelo blanco y gafitas alargadas la observa con una sonrisa afable, un destello infantil en la mirada bajo las hirsutas y encanecidas cejas.
--Oh!--ella da un pequeño saltito por el susto, luego ríe y se siente como una niña tonta a su inconfesable edad--gracias, perdone...--se excusa inmediatamente, cubriéndose la boca--sé que es muy tarde pero no he podido zafarme del trabajo hasta ahora... está abierto, ¿verdad?--inquiere, de pronto pensando que quizá se habían dejado el cartelito indicando tal cosa por error hacia fuera de la tienda, lo mismo que la puerta abierta.
--Ah, tranquila, no se preocupe, señora. Sí, claro que estamos abiertos--la sonrisa del hombre se amplía más y más a medida que habla--estamos abiertos toda la noche, siéntase como en su casa.
--Vaya...--algo arrebolada por la inesperadamente amable acogida, la señora De la Rosa sonríe a su vez como si acabaran de compartir un secreto este hombre y ella: «la víspera de navidad los jugueteros no duermen, señora» pareció que la voz del hombre susurraba colándose de algún modo en su cabeza--muchas gracias... no sabe cuánto me alivian sus palabras, realmente.
El hombrecito de pelo blanco se ríe quedamente, lo que achica el borde de sus ojos en un sinfín de arruguitas como patas de gallo.
--Oh, me hago a la idea, creame. Acabo de acostar a mi hijo...
La clienta ladea la cabeza, por un momento sin entender muy bien. ¿A qué venía eso? claro, que si era cierto que los jugueteros no dormían la víspera de navidad sería porque ellos sabían cuán importante es la navidad para los niños. Y este hombre además tenía un hijo... vaya, quién lo diría, qué raro. Supone que será un niño pequeño si dice que acaba de acostarle, aunque se le ve un hombre muy mayor ya como para eso, ¿no? Bueno, quizá tal vez habla de un niño adoptado, quién sabe.
--Vaya...--murmura sin saber muy bien qué decir, dejando hablar a la formalidad agradable y algo encorsetada típica de los momentos más cínicos, sin manifestar interes más allá pero sin querer parecer maleducada.
--Sí, los niños se duermen tarde esta noche...--el anciano le guiña el ojo a la clienta y se encoge levemente de hombros--es natural. Aquí somos artesanos más que vendedores, ¿comprende? sabemos bien de qué está hecha la felicidad, por eso estamos abiertos. Pero, bueno, dígame, ¿qué está buscando? Algo para un niño, supongo--sonríe de nuevo con inocente picardía.
--Ah, sí. Para mi hijo.
--Bien. ¿Cómo se llama?--inquiere el hombre.
La señora de La Rosa frunce levemente el ceño; no es que le importe responder a la pregunta pero no se la esperaba.
--Se llama David. Tiene siete años, casi ocho--añade a modo de información adicional, suponiendo que es bueno dar pistas sobre eso al juguetero. Al fin y al cabo ella no ha pensado mucho en esto hasta llegar allí, pero no entiende muy bien los gustos de su hijo. Tal vez por esa razón ha estado postergando inconscientemente el momento de comprar el regalo y se ha quedado pillada de tiempo al final.
Lo que la Señora de La Rosa no entiende es que a David le gusta jugar con muñecas. Con muñecos y muñecas tan perturbadores como los que la han mirado a ella desde el expositor hace un momento. No sólo eso, también su hijo juega a las casitas, las cocinitas y las figuritas de barro, y a muchas otras cosas raras, frecuentemente hablando solo; toma el té con ricitos de oro mientras otros chicos de su edad se rompen los dientes jugando a balón prisionero en la calle, rara vez sale y se queda hasta las tantas leyendo, A SU EDAD. Se supone que tendría que estar JUGANDO y no LEYENDO, ¿no?
--Y a David, ¿qué le gusta?--inquiere el juguetero antes de sugerir nada, sin saber que metió el dedo en la llaga de las preocupaciones de su clienta con aquella pregunta.
--Bueno...--la señora De la Rosa suspiró y desvió la mirada, clavando los ojos por un momento en una flor que descansaba bajo una campana de cristal sobre el mostrador, junto a una de las nudosas manos del anciano. Es una rosa de color alegría: roja, un color que podría reír, cantar y gritar; la corola de pétalos tersos se sustenta sobre un tallo anfractuoso y bello en su imperfección, cubierto de espinas recias como garras. «Siempre Viva» se lee en letras grabadas en oro al borde de la campana de cristal. Vaya, esa rosa tan extraña le encantaría a David, no puede evitar pensar la inquieta madre. Pero no, definitivamente algo como eso no le ayudaría a David a... defenderse en la vida. David es DIFERENTE, ¿no es eso? no es como los otros niños porque no juega como ellos... ¿verdad? ella, como madre, debe ayudarle a que se parezca a los demás. Porque si le regala un muñeco, o una rosa, a la larga le hará un desgraciado mariquita, y David tendrá problemas, por ser diferente a los otros, y le atacarán, y sufrirá. «Mariquita», cómo odia ella esa palabra, sobre todo cuando la oye de labios de su marido para referirse a la conducta de David algunas veces, de cara o de tapadillo-- no tiene videojuegos, ¿verdad? coches de carrera, batallas, lucha callejera, ya sabe.
El anciano juguetero niega con la cabeza.
--Me temo que no, señora. Somos artesanos... lo hacemos todo a mano aquí. No nos sirven proveedores, salvo para la materia prima...--y para eso, para conseguir la mejor materia prima, iban y venían de cierto lugar que el anciano se cuidará mucho de mencionar, pero eso es otra historia. ¿Te preguntas que lugar es? te doy una pista: cielo o infierno, ¿será uno de esos?
--Oh, entiendo, claro.--la señora de La Rosa permanece pensativa unos instantes mirando a su alrededor. Caballitos de madera, gatitos de peluche, disfraces de múltiples diseños con tejidos de lentejuelas en mil colores... no, definitivamente un traje de sirena no ayudaría a David a parecerse a sus semejantes-- y...¿fabrican armas? ¡no digo de verdad, ya me entiende!--se apresura a aclarar, porque de pronto le sonó inexplicablemente ruda su petición--armas de juguete, claro. De esas que sólo... «parecen» de verdad.
--¿Armas?--Las cejas del juguetero confluyen ahora en un pronunciado pliegue sobre el puente de su nariz--¿armas de fuego, dice? no existen las armas de juguete, señora.
La clienta pasa el peso de su cuerpo de un pie a otro sobre sus zapatitos de tacón, levemente incomoda ahora. No debería hablar de armas en una juguetería... ¿es eso?
--Sí. Bueno, no. No de fuego de verdad, sólo...
--Ya, ya. Sólo que parezcan de verdad, sí. Dígame...¿a David le gustan las armas?
--En realidad no.
El breve silencio que les envuelve tras esta lapidaria respuesta es roto en cuestión de instantes por la carcajada del anciano.
--Pero bueno, David mató a Goliath con una onda, señora, ¿por qué narices va a regalarle una pistola por navidad?
Ella no puede evitar contagiarse por la risa del hombre y sonríe algo azorada.
--Tiene razón.
--Y encima no le gustan--el anciano sigue riendo y sacudiendo la cabeza como si ella le hubiera contado un buen chiste.
--Es verdad. Soy una madre terrible...--murmura la clienta, sin dejar de sonreír, aunque su mirada se ha ensombrecido a la luz de las lámparas.
--Por favor, no diga eso. Es usted una madre estupenda, ha venido aquí a media noche buscando el mejor regalo para su hijo y eso es lo que vamos a encontrar--sonríe el anciano--estoy aquí para ayudarla. Es bueno si a David no le gustan las armas...--añade tras una breve pausa, ahora más serio-- Las armas matan. Los juguetes... son todo lo contrario. Son para hacer sonreír a la gente y están vivos, ¿sabe?
La clienta sonríe, interpretando la última frase como un canto metafórico de amor que diría un juguetero artesano. Aquel hombre seguro que amaba su trabajo, se le notaba en los ojos que se le iluminaban al hablar, y en las encallecidas manos modeladas para acariciar mariposas, para acoger lo más delicado en la amplia palma áspera de tanto lijar madera. Claro, qué va a decir un juguetero enamorado sino que todas sus criaturas están vivas... es lo mismo que podría decir un escritor de sus personajes, o un lector, o, claro! lo mismo que un niño diría de SUS propios juguetes, sí.
Si David mató a Goliath con una onda quizá los nombres son importantes en esto y ella no se ha dado cuenta, o tal vez eso de los nombres sea una tontería. Tal vez los nombres no son realmente importantes pero quizá hay más cosas sobre David que ella desconoce o que simplemente ha pasado por encima por no entenderlas. ¿Y qué tiene ella que entender, al fin y al cabo? Los juguetes son importantes porque jugar es importante, y según eso ella no debería meterse en cómo juega David, pues el chico desde luego NO hace daño a nadie.
--A mi hijo le gusta jugar con muñecas y ponerse trajes de niña--lo suelta de pronto, lo escupe sobre la mesa como una bola de espino volando al viento en un camino polvoriento del Far West.
--Oh. En eso puedo ayudarla, creo.
--Pero... no está bien que un niño... ya sabe. No es...--el tono de voz de la clienta se va adelgazando a medida que ella misma siente que su discurso pierde fuerza--no es muy normal, ¿verdad?
--¿Normal?--el anciano ríe para sus adentros--¿es que acaso usted y yo somos normales...?
En ese momento se escuchan ruidos de cacharrería al otro lado de la cortina de cuentas, como si alguien hubiera derribado una estantería cargada de utensilios allí donde decía «sanatorio de muñecas»
--¡Maldito seas, piel verde, controla a tu caballo!--se oye una voz airada y grave al otro lado de la cortina--te prometo que como se vuelva a salir le pego un tiro.
El anciano niega con la cabeza detrás del mostrador mientras escucha la algarabía.
--Es mi hermano, Karl. Discúlpele, es librero. Está algo tenso ultimamente.
--QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ!
De pronto se escucha alto y claro el piafar de un caballo y ruido de cascos al otro lado de la cortina.
--¿De verdad hay un caballo ahí dentro?--la señora De la Rosa no puede evitar ponerse de puntillas y estirar el cuello para atisbar tras las hileras de cuentas que ahora se agitan con un suave vaivén.
--Oh, bueno, no sé, ahí dentro hay muchas cosas... no le de importancia.
En ese momento, las cuentas de las cortinas se agitan violentamente para dar paso a un hombre también mayor, más o menos de la misma edad que el que atiende a la señora de La Rosa. Sus facciones están contraídas en una mueca de enfado que le hace parecer un buldog apunto de pegar un mordisco, mofletes carnosos tiemblan por la ira y unas gafitas de concha enmarcadas en oro resbalan peligrosamente hasta la punta de su bulbosa nariz.
--Y usted, señora. Si permite que su hijo juegue con muñecas va a hacer de él un maricón, ya no digamos si le compra vestiditos...--farfulla el recién llegado como si hubiera estado pegando oreja a la conversación. Es lo que ha estado haciendo todo el tiempo, de hecho.
--Karl, por favor...
--Es verdad--insiste el buldog, ya saliendo de la trastienda y colocándose junto a su hermano, a punto de reventar el chaleco de flores que lleva bajo la bata de terciopelo--los niños DE HOY EN DÍA no van por ahí vestidos de princesa, ni canturreando cancioncitas, ni haciendo pasteles de barro. Los niños DE HOY EN DÍA juegan a las canicas, a los coches y a las GUERRAS--eleva la voz y marca la última palabra con vehemencia-- Si su hijo no juega a eso, le irá mal.
La señora de La Rosa mira a uno y a otro hermano estupefacta como si fueran dos fantasmas en un sueño. De pronto la situación le resulta rocambolesca en este último giro, igual que el diálogo entre ambos hermanos, por no mencionar que al parecer guardan un caballo en la trastienda minúscula.
--Disculpe a mi hermano, por favor--reitera el primer anciano que atendía a la clienta--está algo cansado y ha tomado demasiado café. Seguramente podrá recomendarle algún libro, no obstante...
No perdían oportunidad estos hermanos para vender, eso desde luego.
--Hm, los libros que yo tengo son especial-...
--Sí, sí...--el primer anciano corta al segundo que entró después y le palmea el hombro como si hablara con un niño ofuscado--especiales, sí. Peligrosos, eso ya lo has dicho otras veces.
--Pero es verdad...
--Karl. Vamos, ¿no te das cuenta de que asustas a los clientes...? discúlpeme--el primer hermano se gira hacia la clienta al tiempo que rodea con un brazo los hombros del librero y suavemente le conduce otra vez tras la puerta de cuentas--no debes dejar de vigilarlo ahora, vamos, Karl. Sólo por esta noche, deja en paz a la gente, ¿sí?
Mientras el juguetero se lleva de nuevo a su hermano a la trastienda, la señora De La Rosa pasea la mirada por la sala. Ahora la juguetería parece tener un aspecto distinto después de la extraña conversación, más «hogareño» ,casi como si no fuera la primera vez que ella está ahí. Despacio, despega un pie del suelo, luego otro, y camina la distancia que le separa del mundo de muselina y tul de esos disfraces entre los que ahora, de pronto, quiere perderse. Contrariamente a lo que imaginaba no huele a naftalina entre los trajes, sino a ¿fiesta? es extraño, nunca ha olido nada como aquello, la risa olería como esos trajes si tuviera olor. Quizá el anciano juguetero tenía razón cuando dijo que ellos sabían de qué estaba hecha la felicidad... quizá la felicidad está hecha de momentos, momentos que inevitablemente han quedado prendidos de las lentejuelas de aquellos trajes, junto a los sueños del que las cosió. Ah... tantas preguntas... y es tan tarde,
pero no se da cuenta. Sin pensarselo dos veces ha agarrado un vestido color azul cielo, del mismo tono azul que los ojos de David.
--¿Señora?
Da un pequeño respingo al oír de nuevo la voz del anciano y sale de entre los trajes, sujetando el vestido azul con ambas manos.
--Oh, sin duda es un traje precioso. Ese se lo regalo, si quiere, lo diseñó mi prima. Puedo ir envolviéndoselo mientras piensa qué regalo llevarle a su hijo, ya me entiende, el vestido le encantará pero usted venía a por EL MEJOR regalo para David, y bueno, debemos dedicarle tiempo a esa elección. ¿puedo ofrecerle un café?--dice mientras se mueve alegremente hacia un rollo de papel dorado para envolver regalos y tira de él a fin de extraer un pliego--o té, si lo prefiere.
La señora De La Rosa se acerca de nuevo al mostrador, con el vestido aferrado contra el pecho por encima de su bolso, mirando alternativamente al juguetero y a la flor «siempre viva» bajo la campana de cristal. Sonríe, sabe que encontrará el regalo perfecto y que no será una pistola de esas que parecen de verdad.
--¿Sabe? creo que tal vez su hijo David se llevaría muy bien con mi hijo. Por favor, siéntese--acerca dos sillas junto al mostrador para hablar tranquilamente con ella y charlar sobre ilusiones--puede llamarme Gepetto.
Lulú en wonderland
"Lulú, Lulú. Un club,
su luz sur: su zulú,
un frufrú su cruz vudú."
I
Lulú trabaja en un night club de carretera, prostituyéndose. Ahora sale del trabajo con las primeras luces del alba, no del todo despierta y sin sentir ni uno sólo de los pasos que apuntalan sus tacones sobre el asfalto. Un cielo rosa pálido de inicios de verano va tomando color sobre su cabeza; debió de amanecer en algún momento dado fuera del local, mientras el cuerpo se le dislocaba a empujones hasta fundirse la piel con la pared y el alma yacía anestesiada por el jaco. No es la primera vez que Lulú ha traspasado la frontera entre el ayer y el hoy sin enterarse, se da vagamente cuenta, pero qué coño importa si ninguna unidad de tiempo -ni las horas, ni los minutos, ni los años- tiene significado ya.
Trabajando, Lulú es poco más que una muñeca hinchable sin sangre en las venas, mirada fija y vacía diluyéndose en el techo. Su jefe, el proxeneta negro a quien llaman El Zulú, opina que esto es rentable. Después de todo, él mismo se molesta en ir al poblado de chabolas a las afueras cada semana y, como alma de la caridad o algún tipo pagano de madre superiora, procede a suministrar la pertinente dosis de heroína a todas sus princesas. Cortesía de la casa, incentivo laboral que promueve un buen ambiente de trabajo.
Casualmente todas las prostitutas allí tienen nombres curiosos: Nini, Maya, Jojó, Tere y Lulú. Este dato algo extraño sería irrelevante en esta historia si no fuera porque, en definitiva, no son sus nombres de verdad.
Esta noche hubiera sido para Lulú como cualquier otra (etérea, sucia y de otros) salvo por el hecho de que recibió un regalo. A veces algunas prostitutas recibían regalitos de sus clientes habituales, pero este no era el caso de Lulú, demasiado escéptica quizás para querer hacer amigos. El "mejor" cliente de Lulú es un tal Chuck, un camionero al que gracias a su parecido con Chuck Norris y su pose de hacerse el duro todos llamaban así, y bueno, suerte para Lulú que Chuck no es el prototipo de putero romántico. Por eso le sorprendió tanto que, al terminar la jornada, Zulú se acercara a ella y, en un alarde inusitado de honradez, le tendiera aquel paquete. "Lulú" le dijo con su habitual voz de lija del cero "han dejado esto para ti".
Se trataba de un paquete de forma ovalada, del tamaño aproximado de un balón de Rugby. Lulú no tenía ni idea de lo que algo así podría ser o contener a menos que fuera dicho balón, y cuando le preguntó a Zulú quién lo había enviado, éste le dijo que no lo sabía. Por lo visto alguien lo había dejado allí, a la entrada del Night-club, con una tarjeta a nombre de su destinataria, y se había largado sin más. De cualquier forma, si algún trabajador del local tenía información al respecto daba lo mismo, porque a aquella hora sólo quedaban Zulú y Lulú en el local.
Lulú sale del Club sin mucha ilusión, aunque algo curiosa por el paquete que lleva en las manos. Tiene que sostenerlo con ambas manos, sí, porque pesa bastante. La joven entiende que dinero no es (no tendrá esa suerte), pero tal vez si pesa se trate de algún objeto macizo y valioso que, quizá, podría venderse en el Compro Oro de la esquina cuando menos.
No tarda mucho en llegar a la licorería en cuyo sótano pernocta. Abre la puerta trasera, y tras bajar un tramo de escaleras se sumerge en ese espacio oscuro entre cuatro paredes de piel rota y enmohecida, al que apenas alcanza la luz y por entre cuyo desorden no circula el aire. Hay una linda familia de ratas compartiendo celda pero gracias al jaco no molestan demasiado, y el alquiler es barato, lo cual viene bien. Porque Zulú sólo le regala una dosis por semana a sus princesas, y Lulú necesita un paraíso ficticio continuado para sobrevivir al infierno de sus días (de sus noches) (de su tiempo inadvertido).
Hay luz eléctrica en el sótano, pero ayer se fundió la única bombilla que cuelga del techo y no la han cambiado, así que Lulú enciende una vela. A la luz palpitante de la llama comienza a desnudarse contra el teatro de sombras en la pared, tras haber dejado el paquete en el nido de mantas donde duerme. Su piel está cansada y aún conserva las marcas invisibles de más de veinte manos, suciedad que no se irá bajo la ducha, impregnada del sudor de unos diez cerdos anónimos.
Como siempre al llegar a "casa", se da una ducha en el baño como cuchitril de dos por dos que hay junto a la alcoba. Nada del otro mundo, sólo hay espacio para un plato de ducha, un retrete y un lavabo con la tubería al aire empotrado en el alicatado blanco sucio. Se lava el cuerpo minuciosamente con un jabón de color rosa perlado, insistiendo en aquellas zonas de su anatomía femenina que ya está empezando a odiar: las montañas blancas de sus senos, su sexo y el calor entre sus nalgas, entre otras. Aunque el asco cada vez se siente menos, a medida que lo va acolchando con el paso de los días sin darse mucha cuenta.
Termina de ducharse aún anestesiada, se coloca una bata y sin más prenda en el cuerpo sale del exiguo cuarto de baño.
El paquete ovalado sigue sobre las mantas, esperando ser abierto. De pronto, mirándolo desde aquella perspectiva a cierta distancia, Lulú tiene la sensación inexplicable de que algo va a pasar. Una sacudida como un temblor de tierra con epicentro en su pecho le hace soltar un leve jadeo, ¿qué ocurre?
De pronto el aire huele diferente. A... ¿flores?
Se acerca con paso vacilante a las mantas revueltas, se arrodilla sobre ellas y, con una cautela ridícula igual que si desarticulara una bomba, comienza a desenvolver el paquete. Está tan cuidadosamente envuelto que le da pena romper el papel de regalo a causa del temblor de sus manos, pero no puede evitarlo porque desde hace tiempo los movimientos finos no son lo suyo.
Cuando por fin consigue retirar los pliegos de papel que rodean el objeto, y desnudarlo de un segundo envoltorio interior a rayas de colores (como el diseño de las lonas de los circos antiguos en las carpas) el rostro de Lulú se convierte en una máscara entre la incredulidad y la decepción. Lo que hay ahora encima de las mantas, entre volutas de papel coloreado, no es otra cosa que un huevo.
Un huevo, sí señor, en efecto del tamaño de un balón de Rugby. No un huevo de verdad, claro; se trata de una escultura o algo parecido, a Lulú le recuerda a uno de esos huevos Fabergé que la señora Petrov acumulaba en su casa como reliquias por las que no pasaba el tiempo (pero sí el polvo). Antes de licenciarse en el arte de la prostitución y las confesiones de cama, Lulú trabajó más o menos un año limpiando la casa de la señora Petrov: el nicho en vida de una anciana viuda, lleno de fotos antiguas en papel quemado, gatitos de porcelana y los dichosos huevos. Claro que los huevos de la señora Petrov eran MÁS PEQUEÑOS que ese que Lulú tiene ahora en su cuarto.
Sí, no hay duda. El huevo que tiene delante ahora mismo es, salvo por el tamaño, muy parecido a los de la colección de tesoros de la rusa. Es de color rojo brillante, del mismo tono que esas bolas de navidad en cuya superficie el rostro de Lulú niña se deformaba con una sonrisa de oreja a oreja, hace más de veinte años (bastante más). El color rojo navidad está enmarcado por arabescos dorados que se enredan en delicados zarcillos, concentrándose en lo que serían los "polos" del huevo si el huevo fuera la Tierra. Una fina línea en oro cruza el rojo a nivel del ecuador, también, y entonces Lulú recuerda que algunos de los huevos de la señora Petrov podían abrirse como cajitas...
Suspirando, toma el huevo con ambas manos y lo va girando buscando un cierre o similar. Oh, mira, ahí está, sus deducciones eran ciertas, ha encontrado un delicado broche en forma de pica, o quizá es un corazón invertido.¿Sería el huevo un regalo de joyería de la sra. Petrov? nunca fueron muy amigas, pero la vieja estaba algo loca y era hasta cierto punto entrañable.
Sigue oliendo a flores nocturnas en la habitación: jazmín, don Diego de noche y rosas en la oscuridad de una noche de verano. A pesar del aire enrarecido en el cuartucho de la licorería, si Lulú cerrara los ojos ahora podría sentir que está en alguna terraza de un lugar como París o Florencia, festejando la vida bajo las estrellas con una copa de vino en la mano, tal vez incluso sonriendo sin más compañía que la luna.
Todo es bastante extraño, pero como todo yonki sabe, llega un momento que entre dosis y dosis se pierde conciencia de la realidad y el único escape es la huída, la magia del chute siguiente: el "viaje". Así que Lulú no se toma demasiado en serio la experiencia sensorial cuando acciona el cierre para abrir la cajita huevo, pensando que como alucinación no estaba nada mal, eso sí.
Está sonriendo sin darse cuenta y su sonrisa se amplía cuando al abrir la caja se despliega lo que parece ser una reproducción a escala reducida de un tiovivo; barras verticales que por cierto mecanismo se levantan al abrir la tapa de la caja, cada una con su correspondiente caballito delicadamente labrado. Hay caballos de todos los colores, y cuando digo todos quiero decir TODOS, incluso los que no tendrían sentido en un caballo. Hay caballitos negros, castaños, blancos y caretos pero también de color verde esmeralda, magenta, rosa chicle o azul cielo. "Qué bonito" no puede sino pensar Lulú, aunque aún no se imagina lo que eso podría ser si es que era algo más allá de un puro objeto decorativo. Pero entonces, examinando el huevo más detenidamente, se da cuenta de una anotación grabada en el borde opuesto al cierre de la pica, acuñada en caligrafía cursiva sobre dorado:
"Dame Cuerda".
II
¿Caja?¿"Dame Cuerda"? ¡Oh! Lulú casi ríe cuando de pronto comprende lo que es ese objeto. Claro, es una caja de música.
Sin pensarlo dos veces voltea el huevo y encuentra una especie de llavecita dorada escondida en la parte inferior; sólo hay que tirar de una pequeña anilla para desplegarla, y a continuación darle vueltas. Eso supone Lulú, quien -igualito que en Alicia en Wonderland con el frasco rotulado "bébeme"- ya ha hecho caso de la indicación y ha empezado a girar la llave para dar cuerda al objeto.
Tres vueltas, cada una suena como quejido metálico de cadena a tensión, y después un límite. Ya no se puede girar más la llave.
Lulú entonces vuelve a dejar el huevo ante sí entre las mantas revueltas y se queda mirándolo expectante. Al principio, durante unos segundos no ocurre nada; vaya por dios, ¿estaría descompuesto el cacharro? sería una lástima, piensa, con lo bonito que es. Pero tras unos instantes, de pronto el huevo da un pequeño respingo como si estuviera vivo y las notas de una vieja canción infantil empiezan a brotar, elevándose en un cling-clang-clung que engancha el aire, hasta llenar el sótano de la licorería al tiempo que los caballitos del mini-tiovivo comienzan a moverse.
Al poco de empezar el tema musical, Lulú lo identifica inmediatamente con esa claridad con la que sólo las canciones de cuando éramos niños se recuerdan:
"A la zapatilla por detrás, tris-tras,
ni lo ves ni lo verás, tris-tras."
Ha empezado a canturrearla para sí misma sin darse cuenta, y sigue sonriendo. Ahora viene su parte favorita:
"Mirad arriba! que caen sardinas!
Mirad abajo! que caen garbanzos!
a dormir, a domir,
que vienen los Reyes Magos..."
En este momento Lulú cierra inconscientemente los ojos igual que hacía de niña para seguir el juego; como es natural la canción sigue sonando, sin letra, eso sí. La letra la pone ella en sonriente susurro:
"¿A qué hora?
¡A las tres!
Una,
dos...
TRES!"
Cuando Lulú abre los ojos entonces, con la sensación súbita de despertar de uno de esos sueños en los que uno cae al vacío, descubre que todo cuanto la rodeaba en el cuartucho de la licorería ha desaparecido. Hasta el propio cuarto.
"Entra rosa,
color de mariposa..."
Ya no hay paredes encerrándola; ahora está en el exterior, en un páramo bajo las estrellas. La larga lengua de tierra ante sí se ve desierta y blanca como el hueso, tan sólo salpicada por unos cuantos troncos muertos aquí y allá, cuyas ramas peladas quieren arañar el cielo como largos y nudosos dedos de bruja.
"Entra clavel,
color de moscatel."
Lulú se gira entonces hacia el sonido de la música, ahora mucho más potente como canto de verbena, y lo que ve la deja estupefacta: El huevo de los caballitos ha tomado un tamaño GIGANTE, es decir, ahora es un tiovivo de verdad, con dimensiones reales, girando al ritmo de la misma canción que aún no cesa. El entorno resulta tan onírico como sólo puede serlo un tiovivo en un paisaje estéril, y al mismo tiempo tan real como que Lulú podría subirse en cualquiera de los caballitos si quisiera, cuando éstos hicieran la próxima parada en su viaje circular.
Bueno, un tiovivo en tierra de nadie, caballitos y luces de colores... al olor de las flores de noche se han sumado ahora otras fragancias como la del algodón de azucar y la de las castallas asadas, la verdad que como fantasía alucinatoria está bien. Aunque lo cierto es que no se siente como un "viaje", y Lulú no se chuta desde antes del último polvo, por lo cual no habría razón para ser partícipe de todo aquel mundo mágico ahora.
Le asalta de pronto la duda de si quizá Zulú le habría echado algo en la copa que apuró antes de salir. Ah, maldito sea, negro y proxeneta de esclavos modernos, no se puede ser más gilipollas (o tener menos escrúpulos). Mirándolo así no resultaba tan remoto que la hubiera drogado y que todo esto del huevo fuera alguna ¿broma? suya. Un proxeneta negro es capaz de todo, piensa Lulú, tiene el mismo sentido que un neonazi judío, machacando a quienes serían discriminados como lo sería él mismo o como lo fue su pueblo. O bien era algo absurdo o bien los motivos para militar en aquel bando serían escalofriantes.
Aunque, la verdad, resultaba muy difícil imaginarse cómo demonios Zulú podría haber inducido tal paranoia en ella, pues el tío era un peligro pero no era todopoderoso. Rizando el rizo, a Lulú incluso se le pasa por la cabeza que podría ser algún tipo de magia, aunque inmediatamente se ríe de sí misma por pensar algo así.
Sea como sea, de cualquier forma desconfiaba de Zulú. El hecho de que el proxeneta fuera amable como norma general le convertía en alguien doblemente perturbador, capaz de matar a una persona sin dejar de ser gentil. A Lulú no le extrañaría que tuviera algo que ver en el asunto del huevo, aunque no es que saber eso vaya a ayudarla a volver a su cuchitril. Ni tampoco es que ella quiera regresar, no aún, seamos francos.
El entorno y el huevo no es lo único que ha cambiado. La propia Lulú parece diferente aunque sigue siendo la misma. Su piel desprende una suave luz nacarada algo inquietante, y en sus pies... en sus pies brilla un par de sendos zapatos rojos, del mismo color que la superficie del huevo, hechos de cristal tallado en múltiples facetas.
Lulú queda extasiada con los zapatos. Le encantan porque no tienen tacones, y también por el brillo de espejo que guiña en mil matices al mover los pies. Sería estupendo bailar calzada con ellos, aunque no lo intentará... porque siendo de cristal lo mismo se rompen.
--Suba, señorita. El lugar adonde vamos está a tan solo unas vueltas de tiovivo.
¿Qué?¿quién ha dicho eso?
Lulú levanta la mirada a tiempo de ver pasar un hombre montado en uno de los caballos, una figura para nada despreciable en tamaño que sonríe y saluda con la mano. Se queda helada, sobrecogida por un momento preguntándose por qué había tenido todo el tiempo la certeza de que estaba sola en aquel paraje. ¿Cuánto rato llevaba ese hombre allí? ¿y cómo demonios había llegado al huevo? Evidentemente, Lulú se niega ni tan siquiera a pensar en la posibilidad de que ese tío hubiera estado /también/ dentro, si acaso escondido o pleglado como los caballitos en el interior de la caja cerrada.
Al hombre sólo ha podido vislumbrarle de refilón, aunque en breve le volverá a ver pasar en la siguiente vuelta de los caballitos. Ha alcanzado a ver la estela de su casaca multicolor, y cree que lleva la cara pintada en negro y rojo sobre blanco, como un payaso. Le pareció que tenía el cabello rubio (amarillo) pero de eso no está segura.
La siguiente vuelta de tiovivo no se hace esperar y sin embargo, aunque Lulú está con los ojos abiertos de par en par en plena atención sin un parpadeo, el hombre no vuelve. Joder. El tipo había hablado, y su chirriante vestimenta era demasiado vívida como para ser una alucinación, lo mismo que...
...lo mismo que la calidez de su voz. Había sonado como si la conociera.
Qué extraño.
La canción infantil va apagándose y el tiovivo se detiene, aunque las luces que lo decoran, como luciérnagas prendidas de la bóveda que había sido la tapa del huevo, siguen parpadeando, dando a entender que continúa vivo, que esto es tan solo una pausa en la que
Lulú
debería aprovechar,
y
subirse.
No quiere pensarlo mucho. Dar lugar a la mínima vacilación podría significar no hacerlo, o así lo siente. Si presta atención a sus dudas nunca se subirá a ese tiovivo.
No quiere pensar, simplemente corre sobre aquellos zapatos que parecen de viento y antes de que pueda darse cuenta ha saltado sobre un corcel negro y dorado con las crines del color del fuego. Era el caballito que le quedaba más cerca y cuando se encaramó a él, Lulú vio su nombre escrito en las bridas sobre el cuello del animal: "Liberto".
Agarrada con ambas manos al palo que sujeta su montura, Lulú no puede por menos de sentirse una niña de nuevo, con un nudo hecho pelota en la garganta en los instantes previos a que el cacharro se ponga en marcha.
—Sólo cuatro vueltas de tiovivo—escucha con claridad la voz del hombre aunque al sujeto no se le ve por ninguna parte; puede reconocer la cadencia de su voz, cálida con un deje de sorna cantarina, más suave y más baja como si ahora le confiara un secreto al oído. Debería perturbarla, ¿no? escuchar esa voz viniendo de ninguna parte, y sin embargo Lulú asiente para sí, aliviada por saber cuándo bajarse—cuatro vueltas, niña, una por cada año deshecho a tu espalda, una por cada año dejado atrás.
Cuatro vueltas, cuatro años. Exactamente el tiempo que lleva trabajando para Zulú. Lulú da un respingo a lomos de Liberto justo cuando el tiovivo arranca con una nueva melodía, esta vez una canción que suena como carámbanos de azúcar chocando, no la conoce y es algo más pausada que la otra .
"Cuatro vueltas, una por cada año", la cantinela resuena en su cabeza. Hace cuatro años se despedía de la señora Petrov por una mejor vida, por la búsqueda de un sueño que más pronto que tarde se truncaría en una guerra por sobrevivir. Hace cuatro años no estaba en el jaco, aún tenía fuerzas para afrontar los reveses que venían; si en aquel tiempo alguien le hubiera dicho a Lulú que terminaría hipotecando el alma para seguir viviendo no se lo hubiera creído.
—Cuatro vueltas, señorita—el tiovivo ya está girando, Liberto se mueve y Lulú puede ver la vida pasar, aunque esta vez todo sucede un poco más despacio. El hombre del traje de colores que ya no está ahí sigue hablando en su cabeza, y ella no sabe por qué confía en su voz, pero lo hace—disfrute del viaje.
A pesar de que el tiovivo va más despacio, el páramo se confunde ahora en una masa de luces y sombras ante la vista de Lulú a medida que gira. La joven levanta la cabeza y mira al cielo tachonado de diamantes, encontrándose con el disco a medio hacer de una luna creciente en la que antes no se había fijado, quedando por unos segundos su mirada prendida en ella. Cuando ha dejado el local de Zulú acababa de amanecer, y sin embargo ahora siente que tiene toda la noche por delante. Una noche nueva, distinta, en la que por lo pronto quiere estar despierta. O viva.
Cuatro vueltas,
no bien ha empezado la primera y la canción se siente como una nana.
Si está deshaciendo años, ¿por qué el tiovivo no gira hacia atrás? Lulú no sabe por qué se le ha ocurrido esa pregunta estúpida de pronto, ¡ni que aquel huevo fuese una máquina del tiempo!
No lo es. Nada en aquel páramo está marcado por el tiempo, nada se mide en términos del tiempo que ya no existe: sólo el presente discurre ante sus ojos serpenteando entre luces y sombras, y en ese AHORA no existe la conciencia del tiempo transcurrido y venidero. El pasado y el futuro son fantasmas de lo viejo y de lo nuevo, impulsados por el miedo y la memoria y sólo vivos ahí dentro, parasitando el ánimo si acaso.
Acabando la tercera vuelta, a Lulú le asalta el pensamiento de si tendrá que bajarse en marcha del tiovivo...
Si el tipo la ha avisado de cuántas vueltas dura el viaje, ¿será porque el trasto no parará?
—Vamos, pequeña, salta—otra vez la voz del hombre se desliza en su cerebro como humo de mil colores; a lulú le parece ver un sesgo de su sombra perfilándose de pronto a pocos metros del tiovivo. Es un hombre muy alto...—¡Cuenta hasta tres y salta sin miedo!
III
Estaba claro que tirarse desde el caballito Liberto no era lo mismo que saltar de un coche en marcha, sin embargo Lulú hubiera esperado un golpe duro contra el suelo, o al menos notar que caía y después rodar terraplén abajo como Rambo en "Acorralado", pero esa sensación nunca llegó.
Saltó al terminar la cuarta vuelta con los ojos cerrados y el tiempo pareció detenerse, y con él su cuerpo, como si por un instante volara estática y liviana como pluma. Cuando abrió los ojos de nuevo, simplemente se halló tumbada allí sobre la tierra estéril, recostada boca abajo y con la mejilla apoyada en sus propias manos unidas como alas de pájaro.
Lo primero que vio ante sus narices fueron unas relucientes botas negras que ascendían hasta las rodillas de su portador, coronadas por sendas medias a rayas con los siete colores del arcoiris.
Más arriba de las botas la vista proseguía en unos pantalones de raso color borgoña, pegados a las delgadas piernas del sujeto y ajustados a la cadera como segunda piel. La ya mencionada casaca cubría las piernas del hombre hasta medio muslo, abierta y ribeteada de volantes, terminando en un ampuloso cuello de gorguera que enmarcaba la topografía abrupta de su rostro contra la noche. Facciones angulosas y marcadas a golpe de cincel, gran sonrisa delineada en pintura rojo oscuro sobre blanco y cabello amarillo recogido en una coleta alta, este es el rostro del hombre que ahora mira a Lulú desde arriba, con un extraño brillo de comprensión en sus ojos como astros de oscuridad. Un payaso, un bufón, serio a pesar de su sonrisa, ¿con el porte de un maestro de ceremonias, quizás? Se parece mucho, demasiado, a la figura del Yoker en la baraja típica de cartas, sólo que sin aquel sombrero de picos y cascabeles.
—Qué bueno que hayas venido, pequeña—dijo paladeando las palabras, con la misma voz suave de hogar que se las había apañado antes para colarse en la mente de Lulú—empezaba a pensar que no te atreverías a saltar...
El hombre se inclina en una parodia de reverencia y hace una floritura con la mano antes de tendérsela a Lulú. Una mano grande, de palma amplia y dedos largos en los que se marca el nudo de cada falange como tallado en piedra.
—...¿Quién es usted?—a ella se le ha secado la garganta y apenas le llega la voz para articular la pregunta.
Los delgados labios del hombre se fruncen en una sonrisa bajo la pintura, ahora sí, mostrando una dentadura impecable mientras él permanece ahí parado, insistiendo con la mano extendida hacia Lulú.
—Me llaman Kieffer—responde—Soy el patrón del Circo de Fenómenos. Vamos, te ayudo a levantarte.
—¿Qué circo de fenómenos?—no tiene ni idea de lo que le está contando este tío, pero sin darse cuenta Lulú le ha tomado de la mano y ahora hinca una rodilla en tierra para erguirse.
—ESE circo de Fenómenos—el hombre tira de su brazo suavemente y, una vez Lulú se ha puesto en pie sobre sus zapatos de cristal, señala con una inclinación de cabeza tres carpas juntas al final del camino entre la bruma, no muy lejos.
Desde aquella distancia se puede ver que la lona rayada de las carpas está algo ajada y deslucida; los colores apenas salen del espectro de los grises, vagamente perfilando su esencia como "rojos" o "blancos" bajo la luz de la luna, y los banderines que agita el viento sobre ellos parecen jirones de algún tipo de tejido fantasmal ondulando la neblina. El lugar no parece un circo para niños, si añadimos además la atmósfera un tanto lúgubre que envuelve el lugar... pero eso a Lulú no le preocupa: ya no es niña, por mucho que ahora se sienta como una.
—Bonita bata...—apostilla el hombre y sus ojos brillan con una chispa divertida, clavándose con plena intención en los pechos que casi por completo desbordan el escote de Lulú, cuya sujeción se ha aflojado al final con tanto movimiento.
Lulú sigue con los ojos la mirada del hombre y enrojece violentamente reparando en que no lleva nada bajo la bata. Nunca hubiera vacilado lo más mínimo en atajar un comentario como ese en el local de Zulú; sin embargo allí, en presencia de este hombre tan (¿elegante?) peculiar, aquello le turba de manera inexplicable. Sin mirar al payaso, Lulú se recoloca como puede la bata para cubrir su desnudez y se ajusta el cordón a la cintura, asegurándolo con un nudo doble.
Kieffer sonríe para sí. Bajo ese gesto casi paternal al mirarla, lo cierto es que se arrepiente de haber hecho el comentario, ya que Lulú ha tapado definitivamente sus voluptuosas formas ahora. No puede evitar desearla con un hambre fuera de lo común; al fin y al cabo él es lo que algunos humanos llamarían un demonio -aunque también le han llamado ángel dependiendo del contexto-, se alimenta de la lujuria que anida en el bajo vientre de las mujeres y los hombres, de fantasías humanas cuanto más obscenas y oscuras mejor. En su mente se proyecta ahora, como una visión de futuro, el rostro de Lulú dulcemente contraido por la furia del orgasmo. Sin poder evitarlo, el bufón se estremece sin mover del sitio su metro ochenta y pico de estatura, y su cuerpo carnal, inevitablemente, empieza a reaccionar.
—Tranquila—no le ha soltado la mano y ahora señala al camino de nuevo, dando a entender que va a echar a andar, aunque trata de disimular su urgencia—Ven.
Quizá porque Lulú tiene experiencia en oscuridades, un sexto sentido la advierte ahora con una certeza lapidaria: si sigue a este hombre cuya piel se calienta contra sus dedos, si continúa sosteniendo su mano y camina con él hacia las carpas, será su perdición. Aunque no sabe muy bien en qué sentido.
El vértigo es eso que atrae al insecto humano a la trampa con igual furor que la bombilla incandescente a la polilla. A cada paso que recorren juntos, él está más hambriento. A cada paso que da junto a él, ella se vuelve más inocente y curiosa, quizá incluso temeraria.
A medida que se aproximan a (la tela de araña) las carpas, Lulú distingue al pie de la más grande el resplandor de una hoguera y un grupo de personas en torno a ella, unos sentados, otros danzando. Rasgueos de guitarra ascienden hacia el cielo desde allí, marcando el ritmo de una canción tan desenfadada como rotunda entre cuyas notas se desliza, de cuando en cuando, la dulzura de un violín asilvestrado y callejero. Voces se elevan coreando un idioma que Lulú no entiende, una lengua rota que trae la esencia de los Cárpatos, del Mar Negro y de la cabalgada sobre un Liberto real a través de un mar de hierba peinado por el Etesio.
Kieffer y ella no tardan en llegar junto a las personas congregadas al rededor del fuego junto a las carpas. Una vez allí, el bufón se aclara la voz con un leve carraspeo y sonríe a los presentes, sin soltar la mano de Lulú.
—Ya está aquí—apenas murmuró. El festín comenzaría pronto.
El chico que tocaba la guitarra y cantaba, a cuya voz se sumaban unos coros desde la garganta de alguien que Lulú aún no ha podido ver, deja el instrumento a un lado y sonríe.
—Somos Janoah—se presenta, agitando la mano en el aire.
¿Somos?
—Espera, espera, muchacho—le recrimina Kieffer con amabilidad—vamos a presentarnos como es debido, para una noche que tenemos compañía.
Por detrás de la carpa que está más a la izquierda aparece entonces un hombre de unos treinta y pocos años, descalzo y vestido con un pantalón desgastado color caqui y un poncho. Está pálido como la cera y sus ojos... sus ojos son dos cuencas vacías que parecen haberse tragado el infinito, una mirada sin fondo e inmensa, quizá ciega, quizá no. En lugar de sentarse con los demás, el joven camina dando tumbos hasta alcanzar un poste de madera entre las carpas y se apoya contra él, cuencas de muerte fijas en Lulú o quizá mirando a través de ella, enmarcadas por mechones revueltos de cabello castaño a contraluz.
—Esta es Evandra—como si no hubiera advertido la llegada de este hombre, el bufón ya ha empezado la ronda formal de presentaciones. Ahora le aprieta la mano a Lulú para llamar su atención hacia una mujer de ojos rasgados, hipnóticos, cuyo rostro está tapado por un velo de nariz para abajo—nuestra... bailarina.
Quién sabe por qué Kieffer ha titubeado en el último dato.
Lulú se siente intimidada por la mirada de la mujer, ahora clavada en ella sin reservas; aquellos ojos parecen estar sonriendo aunque el velo impide ver si los labios de Evandra acompañan, pero sería en cualquier caso el tipo de sonrisa que tal vez no fuera agradable de ver.
—Este es Kraton, el hombre oso—prosigue Kieffer, señalando a un gigante peludo y descomunal que devora un pedazo de carne junto a la hoguera. El hombre bestia deja escapar un gruñido a modo de saludo y mira a Lulú por el rabillo del ojo—la serpiente que está rodeando su cuello es Nyo-kaa. Ten cuidado con ella...
Por supuesto, el bufón no le dirá a Lulú que la gigantesca boa albina que rodea los hombros de Kraton es, en realidad, una arpía cambiaformas sedienta de sangre. Por su parte, la serpiente sabe de quién se trata esta mujer que huele a jabón, y para qué la trajo el Patrón, aunque ella piensa que todo esto es una gilipollez, por no decir un engorro. Sigue a lo suyo, reptando despacito sobre el pecho del hombretón para poco a poco colocarse enroscada en sí misma encima de su regazo.
—Estos dos son Jano y Noah—indica Kieffer señalando al joven que tocaba la guitarra minutos antes.
—Janoah, para abreviar. Yo soy Noah.
Ante la estupefacta mirada de Lulú, el chico de la guitarra se vuelve para mostrar otro rostro gemelo, exactamente idéntico si no es por el brillo de sus ojos, en la parte posterior de su cabeza.
—No le hagas caso—sonríe amigable y algo tímidamente la segunda cara, la que le ha hecho los coros antes a la canción de su hermano—él es Jano, yo soy Noah, el que mira hacia atrás.
—Somos dos, es complicado—añade el llamado Jano, si es que ese era su nombre y no parte del cachondeito que seguro que ambos hermanos se traían entre ellos. Trata de decir con esto que Lulú no está viendo a un hombre de dos caras sino a dos hermanos gemelos -dos cerebros, dos almas, dos mentes- compartiendo un cuerpo único.
—Y el del poste—dice finalmente el bufón para zanjar el tema de las presentaciones—es Yareth, el chico-planta. Antaño era un gran médico, pero ahora...—añade y deja la frase en suspenso con un deje de tristeza, como si el otro no estuviera allí.
—Hah, ahora es un cadáver macilento que alguien reanimó de una manera cutre y barata—se carcajea la mujer del velo con la malicia afilada típica de andar por casa.
El chico-planta agacha tímidamente la cabeza y se remueve un poco contra el poste sin decir una palabra, cuencas vacías fijas en el suelo y obcecadas en quién sabe qué infierno más allá de éste. Bajo el poncho raído que lleva puesto, un zarcillo oscuro y sin espinas se retuerce y, con autonomía propia, se mueve discretamente hacia el borde inferior de la prenda como tratando de asomarse, como si pudiera captar el olor del aire. Detecta una presencia nueva en el ambiente, vital aunque dañada, ¿intoxicada?...¿envenenada? Por suerte para Lulú, la elevada concentración de heroina en su sangre y los rastros de otras drogas dañarían el delicado sistema nervioso de la flor si ésta la devorase, y eso la planta entera lo percibe. Por otra parte, el plato favorito de la flor que vive en Yareth son cadáveres en avanzado estado de putrefacción, no un cuerpo vivo aún caliente.
—Evandra, por favor.
—Parece retrasado pero no lo es—matiza la mujer del velo con sorna—sólo es un zombie conectado a una madita planta carnívora para subsistir...
—Evandra—el patrón intenta callar por segunda vez a la mujer, aún discretamente pero con cierta tensión en la voz. La bruja gitana pocas veces acepta ser atajada en sus palabras, tal vez porque es vieja como el mundo, mucho más vieja que Kieffer, aunque cualquiera lo diría.
—Mh.
A la bruja le encanta montar escenas, pero esta vez se contendrá. Tiene hambre, y aún resta por ver quién probará el manjar, si lo echarán a suertes o qué. El Patrón había dicho que la propia Lulú decidiría para quién sería el manjar... el Patrón era definitivamente un gilipollas. O bueno, no tanto en realidad, porque en cualquier caso, pasara lo que pasara, Kieffer se beneficiaría.
—¿Por qué no te sientas?—dice Jano con los ojos brillantes, de nuevo mirando hacia el fuego que aún arde alegremente y dando unos toquecitos junto a él en el suelo, alentando a Lulú a unirse a aquella pequeña fiesta.
Ésta vacila por unos instantes sin saber qué hacer, visiblemente turbada con todo aquello pero a la vez resistiéndose a marcharse, quién sabe por qué.
—No, yo... yo...realmente...
—Oh, bueno. Al menos toma un trago, querida—como la tentación hecha carne, Kieffer ha servido una copa con un líquido dorado que sacó de una jarra junto a la hoguera—hidromiel de la Fortaleza...—le tiende la copa a Lulú. Es una copa grande que tiene el tamaño de un cuenco para cereales, más o menos, y está llena casi a rebosar.
—...¿Fortaleza?—Lulú no entiende nada, pero coge la copa, más bien como si le hiciera a Kieffer el favor de sujetarla—pero yo...
—¿A quién eliges?—pregunta Evandra de pronto en un afilado susurro, en ese mismo momento.
Los árboles muertos agitan sus ramas y Nyo-kaa silba como crótalo, levantando la cabeza y mirando por primera vez a Lulú con un fulgor inteligente en sus ojos de albina.
—...¿Elegir...?
—Sí, querida—asiente Kieffer, como si estuviera diciendo algo obvio—Tienes que escoger a UNO de nosotros.
—...¿Para qué?..—musitó Lulú.
—Pues para qué va a ser, mujer. Para bailar. ¿Qué si no has venido a hacer con esos zapatos? Vamos, ¡música! ¿Dónde está el violinista?
Jano esboza una sonrisa, como siempre a espaldas de su hermano Noah.
—Se ha ido a dormir. Tiene jaqueca—explica al bufón, estirando el brazo del cuerpo que comparte con su gemelo para coger la guitarra.
—Oh. Vaya. Pues nada, entonces sin violinista.
Qué se le va a hacer.
Bailar. ¿Cuánto tiempo hace que no bailas, Lulú? ni te acuerdas. Cuando cada frufrú de falda carga una cruz, quién demonios piensa en bailar.
De niña bailaba. ¿Lo echa de menos?
Sin darse cuenta, ya está dando un pasito de baile en el sitio al ritmo de la guitarra de Janoah,
y otro,
y otro... tan sólo repeticiones de un movimiento simple y distraído que creía olvidado. Claro que todo lo retenido en la memoria del alma -las bicicletas, los sabores, el recuerdo del canto de los pájaros, el hogar en la piel de la persona amada- no se olvida así como así...
—Vamos, elige a uno—Evandra suelta una carjada al ver cómo ya se mueven los pies de Lulú en aquellos zapatos de viento.
—Prueba el hidromiel. Y escoge.
—Escoge a uno de nosotros...
Algo mareada, impresionada y tal vez temerosa de contradecir a aquella gente, Lulú acerca el borde del copazo a sus labios y cierra los ojos al tiempo que da un pequeño trago. En el local de Zulú ni se le hubiera ocurrido mostrarse favorable a algo así, hubiera rechazado todo ofrecimiento con la respuesta desabrida habitual, rugiendo bajo la rota carcasa a quien osara acercarse y querer tocarla un pelo sin pagar. Pero ahora no está en el local de Zulú, sino en el territorio de esta gente cuyas costumbres no conoce, como tampoco conoce lo que podrían llegar a hacer si ella les diera un desplante. La intuición por lo pronto le dice que no ponga a prueba a aquellos (engendros) fenómenos, y Lulú es lo bastante inteligente como para hacerle caso.
—Escoge...
El hidromiel se siente denso y untuoso sobre la lengua, caliente y dulce como un beso a medida que baja por la garganta. Lo saborea con los ojos cerrados y se estremece por la experiencia sensorial, mientras las voces de los integrantes del circo se elevan y comienzan a girar a su alrededor ululando la misma pregunta "¿A quién escoges?" "A quién?" "venga, mujer, dínoslo..." "mujer, dínoslo, mujer".
¿Escoger? Toma otro trago y aunque sigue asustada sonríe como tonta sin saber por qué, mientras permite a sus propios ojos irse posando en uno y en otro de los freaks.
Jano está tocando la guitarra, así que elegirle a él para bailar significaría bailar sin música. Y tampoco puede bailar con su hermano gemelo, claro, ese tal Noah que en realidad es un rostro adherido al cogote del primero.
Con la boa albina de más de cuatro metros que sigue moviéndose por ahí, definitivamente tampoco va a bailar. No es que le den repugnancia las serpientes, y Nyo-Kaa le parece un muy bello animal...pero no, no se imagina bailando con ella.
El hombre oso tiene un tamaño descomunal y, a juzgar por cómo hinca los dientes en la carne, un temperamento que da miedo.
Aunque la que más le asusta con diferencia de todo el grupo, y con quien primero quiere poner distancia, es Evandra. En esto la intuición de Lulú no se equivoca: hace bien, la danzarina de los velos no haría cosas agradables con ella.
La cosa queda entre Kieffer y el chico-planta, entonces.
Se toma tiempo para mirar a uno y a otro: el bufón por su parte ha sido amable, ¿no? ¿Por qué siente que elegir a Kieffer sería un acto peligroso? Quizá porque Kieffer ha sido quien la guió hasta ahí, probablemente también quien le hizo llegar aquel huevo-cajita de música dejándola en el local a su nombre, ¿o habría sido otro?
La elevada estatura del bufón, su cabello amarillo, sus manos grandes y su ropa estrafalaria tampoco es que le den mucha confianza a Lulú, así que no ayudan a la hora de elegirlo.
Yareth, por su parte, ahí sigue en el poste. Mientras los demás hablan, comentan y se ríen por encima de la música, él no ha dicho ni una palabra. Visto de lejos no parece el mejor compañero de baile, y el hecho de que sea un muerto viviente no ayudará a mejorar la situación en las distancias cortas, piensa Lulú. Pero al quedar los demás diametralmente descartados, el chico-planta se ha convertido en su única opción.
Tambaleándose un poco tras el tercer trago que acaba de darle a su copa, Lulú se encamina con paso titubeante hacia el poste donde está Yareth. A medida que se acerca a él, el aroma de las castañas, el algodón de azucar y la carne asada es reemplazado por una fragancia exótica, húmeda y exudativa como si viniera de la mismísima reina del pantano de la tristeza: la reina de las flores al fondo de la ciénaga, flores que hasta en los vertederos crecerían; la reina indiscutible y potente en su rareza, porque hasta el cardo espinoso puede dar flor.
Sin darse cuenta, Lulú queda embriagada, atrapada por este olor orgánico a plantas trepadoras colonizando un sótano. El aroma impregna la piel, los cabellos y las ropas del chico-planta, quien ahora ha levantado el rostro hacia ella y la observa sin verla desde las cuencas vacías de sus ojos, enmarcadas por mechones revueltos de color castaño a contraluz.
—Eh. Yareth—en el último momento, Lulú recuerda el nombre que anteriormente dijo Kieffer para referirse al chico muerto—¿quieres bailar...?
Es irónico que la propuesta sonó inocente de sus labios. Es irónico, porque ella es puta y ahora tartamudea al pedirle a un hombre que baile con ella. Es irónico y quien hubiera conocido a Lulú no se lo creería si lo viera, pero aquel lugar, aquella atmósfera caótica y mágica daría al traste con la ordenada y sórdida vida de cualquiera, más aún de cualquier prostituta que conservara viva una niña interior. Así que visto así, lo que le ocurre a Lulú ahora tiene lógica.
El chico-planta percibe su inquietud y sonríe un poco, muy poco, y muy tímidamente. Si tuviera ojos, le rehuiría ahora el contacto visual a ella. Él no está inquieto pero sí excitado. Desde que fue rescatado por Kieffer cuando éste se deshacía de un acervo de cadáveres, hace ya unas treinta lunas, sólo se ha follado a animales. Y Lulú es... huele...
—S-sí. Q-quiero—responde con esfuerzo.
Lo que dijo Evandra antes sobre Yareth era verdad: tal vez el chico planta parecía un retrasado, pero no lo era. Después de la muerte ni sus cuerdas vocales ni su cerebro eran los mismos, aunque aún funcionaban. Quién sabe por qué, las areas motoras de su cerebro habían resultado más dañadas que las sensitivas, y el resultado era, resumiendo, que podía cazarlo todo al vuelo pero elaborar una respuesta mínima le costaba un triunfo.
Y claro, seguía conservando viejas pulsiones atávicas. Ahora además tenía otras nuevas, gracias a la flor que vivía en su interior, permanentemente excitada, desplegando sus pétalos sedientos dentro de su pecho y lanzando quejidos como estertores que sólo Yareth podía oir.
Siempre tuvo inclinación por placeres prohibidos y oscuros, nada a lo que hubiera podido dar alas cuando estaba vivo y era un médico respetable, sin flor que se alimentara de la putrefacción propia y ajena. Ahora esas pasiones siguen vivas, muy vivas en él, pero no hay nada que las reprima.
Lulú sonríe como niña cuando el chico-planta le dice que sí.
—N-nunca he bai...bailado...b-bien—balbucea el joven en un susurro, encogiendo la espalda contra el poste—N-no sé... si s-sa-ab-bré...
—Bailaremos como queramos—murmura Lulú, de pronto sintiéndose conmovida con aquel chico. Suavemente le toma de las manos, sujetando la gigantesca copa con la mano libre, y las coloca sobre sus caderas, pegándose a él y alentándole a que le rodee la cintura con los brazos y comience a moverse con ella.
A un par de pasos, Kieffer observa embobado la escena. En realidad todos están mirando, hasta Evandra ha enmudecido, aunque a ella (contrariamente que a Kieffer) no le ha sorprendido demasiado la elección de Lulú. Jano sonríe divertido y sigue tocando la guitarra, él no come humanos, no le molesta que le levanten a la presa. Noah por su parte está tarareando la canción ensimismado, ajeno a lo que ocurre, al parecer.
—...¿Quieres beber?—pregunta en voz baja la niña puta al chico muerto, sin dejar de moverse contra él y con la nariz a escasos centímetros de la suya.
—S-sí...
Mientras él la abraza por la cintura -nadie la había abrazado antes con tanta dulzura y tal firmeza al mismo tiempo, con cuidado pero como si temiera que se fuera a escapar- Lulú coloca el borde de la copa rozando los labios de Yareth al tiempo que la inclina ligeramente para que este pueda beber. El chico sonríe besando el borde de la copa, sus cuencas negras parecen quedar dormidas por un instante cuando toma el primer trago, aún aferrado a la cintura de ella.
Cuando termina de beber, Lulú bebe a su vez y luego se separa de él para dejar la copa medio llena en el suelo.
Uf, ese segundo de separación dolió como descarga eléctrica en la piel. Preguntándose por qué, y dándose cuenta de que quiere probar el hidromiel de los labios del chico-planta, Lulú se abraza impulsivamente a él ya con las manos libres para seguir bailando. Y es entonces, en el brusco choque cuerpo contra cuerpo, cuando le nota duro como piedra contra ella.
En lugar de sentir asco, siente ardor entre las piernas por gozarse esa polla, acompañado de unas extrañas ganas de romper a llorar. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cabalgaba una buena verga?¿cuándo fue la última vez que disfrutó con algo como eso?
—Nhg...—el chico planta suelta un gruñido quebrado y se mueve contra ella, con la discreción y la urgencia de quien simplemente ya no puede más. Debajo del poncho cuya lana se pega a su cuerpo, la flor abierta comienza a babear un líquido gelatinoso de olor dulzón: siempre segrega esta substancia cuando algo enciende a Yareth.
Lulú sigue bailando, ahora también correspondiendo al otro baile solapado cuerpo a cuerpo, deshaciéndose en tan bruscas oleadas de humedad bajo la bata que podría empapar los pantalones caqui de Yareth si se sentara a horcajadas sobre él.
A medida que ambos se acercan el uno al otro contra el resplandor de la hoguera, todo lo que hay alrededor desaparece para ellos: ya no hay ni carpas, ni monstruos, ni carne asada, ni Patrón. Sólo ellos, sólo Yareth y Lulú, la mujer niña que esquiva amaneceres danzando con la muerte que vive de prestado.
A los pocos minutos, ambos han pasado a besarse o más bien a beberse el uno al otro con las bocas abiertas, acariciándose los cuerpos doloridos con manos ávidas de carne. Él se quita el poncho para descubrir la flor necrófaga en su pecho, ella le susurra al oído su verdadero nombre. Él resolla como animal, la coge por la cintura y la gira para colocarla a cuatro patas y tomarla en el suelo contra el poste. Es un buen punto de apoyo: podrá empujar hasta mugir el orgasmo y caer desfallecido sobre su cuerpo.
Es la misma Lulú quien se levanta la bata y frota la fruta jugosa entre sus piernas con la erección de él como si quisiera que Yareth la follara con los pantalones puestos.
Y ahora te digo,
que aquí hay amor.
¿Hay amor? no lo sé, esa maldita palabra quién sabe lo que significa. Hay un profundo respeto tácito entre ambos, fraguado por el deseo más primario e instintivo, y un canto a la dulzura de la vida a ritmo de las furiosas estocadas, coreado por gemidos y jadeos.
¿Hay amor? no lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo, para Lulú hay sexo; sexo animal y rompedor de cadenas, duro y dulce, muy cerdo, muy cerca.
—No te vayas...—gime ella cuando siente que está a punto de desbordarse. Se refiere a que, aunque quizá no hay amor (y qué coño importa), no le conoce y ya teme perderle. Si después de aquello no vuelve a ver a Yareth, será como que él se fue sin haber llegado siquiera, sin haber podido quedarse... y eso se sentía ya doloroso antes de que ocurriera, Lulú no quiere saber por qué—prometeme que no te vas a ir, que esto no es un sueño...
A tan sólo unos pasos, cerca de la fogata, Kieffer se alimenta del placer de Lulú y Yareth aunque él no ha tienido nada que ver en el curso de los acontecimientos.
A la mañana siguiente de la furiosa cabalgada, Lulú despertará en su lecho de mantas del cuartucho de la licorería, de vuelta en la vida monótona y sórdida de siempre, con el cabello revuelto y el sexo felizmente desgarrado. Lo primero que hará será correr a comprobar si el huevo que le dio Zulú sigue ahí, ya que, si es cierto que todo son telas de araña en su mundo, al menos quizá ella pueda elegir en qué trampa quiere pasar el resto de sus días.
su luz sur: su zulú,
un frufrú su cruz vudú."
I
Lulú trabaja en un night club de carretera, prostituyéndose. Ahora sale del trabajo con las primeras luces del alba, no del todo despierta y sin sentir ni uno sólo de los pasos que apuntalan sus tacones sobre el asfalto. Un cielo rosa pálido de inicios de verano va tomando color sobre su cabeza; debió de amanecer en algún momento dado fuera del local, mientras el cuerpo se le dislocaba a empujones hasta fundirse la piel con la pared y el alma yacía anestesiada por el jaco. No es la primera vez que Lulú ha traspasado la frontera entre el ayer y el hoy sin enterarse, se da vagamente cuenta, pero qué coño importa si ninguna unidad de tiempo -ni las horas, ni los minutos, ni los años- tiene significado ya.
Trabajando, Lulú es poco más que una muñeca hinchable sin sangre en las venas, mirada fija y vacía diluyéndose en el techo. Su jefe, el proxeneta negro a quien llaman El Zulú, opina que esto es rentable. Después de todo, él mismo se molesta en ir al poblado de chabolas a las afueras cada semana y, como alma de la caridad o algún tipo pagano de madre superiora, procede a suministrar la pertinente dosis de heroína a todas sus princesas. Cortesía de la casa, incentivo laboral que promueve un buen ambiente de trabajo.
Casualmente todas las prostitutas allí tienen nombres curiosos: Nini, Maya, Jojó, Tere y Lulú. Este dato algo extraño sería irrelevante en esta historia si no fuera porque, en definitiva, no son sus nombres de verdad.
Esta noche hubiera sido para Lulú como cualquier otra (etérea, sucia y de otros) salvo por el hecho de que recibió un regalo. A veces algunas prostitutas recibían regalitos de sus clientes habituales, pero este no era el caso de Lulú, demasiado escéptica quizás para querer hacer amigos. El "mejor" cliente de Lulú es un tal Chuck, un camionero al que gracias a su parecido con Chuck Norris y su pose de hacerse el duro todos llamaban así, y bueno, suerte para Lulú que Chuck no es el prototipo de putero romántico. Por eso le sorprendió tanto que, al terminar la jornada, Zulú se acercara a ella y, en un alarde inusitado de honradez, le tendiera aquel paquete. "Lulú" le dijo con su habitual voz de lija del cero "han dejado esto para ti".
Se trataba de un paquete de forma ovalada, del tamaño aproximado de un balón de Rugby. Lulú no tenía ni idea de lo que algo así podría ser o contener a menos que fuera dicho balón, y cuando le preguntó a Zulú quién lo había enviado, éste le dijo que no lo sabía. Por lo visto alguien lo había dejado allí, a la entrada del Night-club, con una tarjeta a nombre de su destinataria, y se había largado sin más. De cualquier forma, si algún trabajador del local tenía información al respecto daba lo mismo, porque a aquella hora sólo quedaban Zulú y Lulú en el local.
Lulú sale del Club sin mucha ilusión, aunque algo curiosa por el paquete que lleva en las manos. Tiene que sostenerlo con ambas manos, sí, porque pesa bastante. La joven entiende que dinero no es (no tendrá esa suerte), pero tal vez si pesa se trate de algún objeto macizo y valioso que, quizá, podría venderse en el Compro Oro de la esquina cuando menos.
No tarda mucho en llegar a la licorería en cuyo sótano pernocta. Abre la puerta trasera, y tras bajar un tramo de escaleras se sumerge en ese espacio oscuro entre cuatro paredes de piel rota y enmohecida, al que apenas alcanza la luz y por entre cuyo desorden no circula el aire. Hay una linda familia de ratas compartiendo celda pero gracias al jaco no molestan demasiado, y el alquiler es barato, lo cual viene bien. Porque Zulú sólo le regala una dosis por semana a sus princesas, y Lulú necesita un paraíso ficticio continuado para sobrevivir al infierno de sus días (de sus noches) (de su tiempo inadvertido).
Hay luz eléctrica en el sótano, pero ayer se fundió la única bombilla que cuelga del techo y no la han cambiado, así que Lulú enciende una vela. A la luz palpitante de la llama comienza a desnudarse contra el teatro de sombras en la pared, tras haber dejado el paquete en el nido de mantas donde duerme. Su piel está cansada y aún conserva las marcas invisibles de más de veinte manos, suciedad que no se irá bajo la ducha, impregnada del sudor de unos diez cerdos anónimos.
Como siempre al llegar a "casa", se da una ducha en el baño como cuchitril de dos por dos que hay junto a la alcoba. Nada del otro mundo, sólo hay espacio para un plato de ducha, un retrete y un lavabo con la tubería al aire empotrado en el alicatado blanco sucio. Se lava el cuerpo minuciosamente con un jabón de color rosa perlado, insistiendo en aquellas zonas de su anatomía femenina que ya está empezando a odiar: las montañas blancas de sus senos, su sexo y el calor entre sus nalgas, entre otras. Aunque el asco cada vez se siente menos, a medida que lo va acolchando con el paso de los días sin darse mucha cuenta.
Termina de ducharse aún anestesiada, se coloca una bata y sin más prenda en el cuerpo sale del exiguo cuarto de baño.
El paquete ovalado sigue sobre las mantas, esperando ser abierto. De pronto, mirándolo desde aquella perspectiva a cierta distancia, Lulú tiene la sensación inexplicable de que algo va a pasar. Una sacudida como un temblor de tierra con epicentro en su pecho le hace soltar un leve jadeo, ¿qué ocurre?
De pronto el aire huele diferente. A... ¿flores?
Se acerca con paso vacilante a las mantas revueltas, se arrodilla sobre ellas y, con una cautela ridícula igual que si desarticulara una bomba, comienza a desenvolver el paquete. Está tan cuidadosamente envuelto que le da pena romper el papel de regalo a causa del temblor de sus manos, pero no puede evitarlo porque desde hace tiempo los movimientos finos no son lo suyo.
Cuando por fin consigue retirar los pliegos de papel que rodean el objeto, y desnudarlo de un segundo envoltorio interior a rayas de colores (como el diseño de las lonas de los circos antiguos en las carpas) el rostro de Lulú se convierte en una máscara entre la incredulidad y la decepción. Lo que hay ahora encima de las mantas, entre volutas de papel coloreado, no es otra cosa que un huevo.
Un huevo, sí señor, en efecto del tamaño de un balón de Rugby. No un huevo de verdad, claro; se trata de una escultura o algo parecido, a Lulú le recuerda a uno de esos huevos Fabergé que la señora Petrov acumulaba en su casa como reliquias por las que no pasaba el tiempo (pero sí el polvo). Antes de licenciarse en el arte de la prostitución y las confesiones de cama, Lulú trabajó más o menos un año limpiando la casa de la señora Petrov: el nicho en vida de una anciana viuda, lleno de fotos antiguas en papel quemado, gatitos de porcelana y los dichosos huevos. Claro que los huevos de la señora Petrov eran MÁS PEQUEÑOS que ese que Lulú tiene ahora en su cuarto.
Sí, no hay duda. El huevo que tiene delante ahora mismo es, salvo por el tamaño, muy parecido a los de la colección de tesoros de la rusa. Es de color rojo brillante, del mismo tono que esas bolas de navidad en cuya superficie el rostro de Lulú niña se deformaba con una sonrisa de oreja a oreja, hace más de veinte años (bastante más). El color rojo navidad está enmarcado por arabescos dorados que se enredan en delicados zarcillos, concentrándose en lo que serían los "polos" del huevo si el huevo fuera la Tierra. Una fina línea en oro cruza el rojo a nivel del ecuador, también, y entonces Lulú recuerda que algunos de los huevos de la señora Petrov podían abrirse como cajitas...
Suspirando, toma el huevo con ambas manos y lo va girando buscando un cierre o similar. Oh, mira, ahí está, sus deducciones eran ciertas, ha encontrado un delicado broche en forma de pica, o quizá es un corazón invertido.¿Sería el huevo un regalo de joyería de la sra. Petrov? nunca fueron muy amigas, pero la vieja estaba algo loca y era hasta cierto punto entrañable.
Sigue oliendo a flores nocturnas en la habitación: jazmín, don Diego de noche y rosas en la oscuridad de una noche de verano. A pesar del aire enrarecido en el cuartucho de la licorería, si Lulú cerrara los ojos ahora podría sentir que está en alguna terraza de un lugar como París o Florencia, festejando la vida bajo las estrellas con una copa de vino en la mano, tal vez incluso sonriendo sin más compañía que la luna.
Todo es bastante extraño, pero como todo yonki sabe, llega un momento que entre dosis y dosis se pierde conciencia de la realidad y el único escape es la huída, la magia del chute siguiente: el "viaje". Así que Lulú no se toma demasiado en serio la experiencia sensorial cuando acciona el cierre para abrir la cajita huevo, pensando que como alucinación no estaba nada mal, eso sí.
Está sonriendo sin darse cuenta y su sonrisa se amplía cuando al abrir la caja se despliega lo que parece ser una reproducción a escala reducida de un tiovivo; barras verticales que por cierto mecanismo se levantan al abrir la tapa de la caja, cada una con su correspondiente caballito delicadamente labrado. Hay caballos de todos los colores, y cuando digo todos quiero decir TODOS, incluso los que no tendrían sentido en un caballo. Hay caballitos negros, castaños, blancos y caretos pero también de color verde esmeralda, magenta, rosa chicle o azul cielo. "Qué bonito" no puede sino pensar Lulú, aunque aún no se imagina lo que eso podría ser si es que era algo más allá de un puro objeto decorativo. Pero entonces, examinando el huevo más detenidamente, se da cuenta de una anotación grabada en el borde opuesto al cierre de la pica, acuñada en caligrafía cursiva sobre dorado:
"Dame Cuerda".
II
¿Caja?¿"Dame Cuerda"? ¡Oh! Lulú casi ríe cuando de pronto comprende lo que es ese objeto. Claro, es una caja de música.
Sin pensarlo dos veces voltea el huevo y encuentra una especie de llavecita dorada escondida en la parte inferior; sólo hay que tirar de una pequeña anilla para desplegarla, y a continuación darle vueltas. Eso supone Lulú, quien -igualito que en Alicia en Wonderland con el frasco rotulado "bébeme"- ya ha hecho caso de la indicación y ha empezado a girar la llave para dar cuerda al objeto.
Tres vueltas, cada una suena como quejido metálico de cadena a tensión, y después un límite. Ya no se puede girar más la llave.
Lulú entonces vuelve a dejar el huevo ante sí entre las mantas revueltas y se queda mirándolo expectante. Al principio, durante unos segundos no ocurre nada; vaya por dios, ¿estaría descompuesto el cacharro? sería una lástima, piensa, con lo bonito que es. Pero tras unos instantes, de pronto el huevo da un pequeño respingo como si estuviera vivo y las notas de una vieja canción infantil empiezan a brotar, elevándose en un cling-clang-clung que engancha el aire, hasta llenar el sótano de la licorería al tiempo que los caballitos del mini-tiovivo comienzan a moverse.
Al poco de empezar el tema musical, Lulú lo identifica inmediatamente con esa claridad con la que sólo las canciones de cuando éramos niños se recuerdan:
"A la zapatilla por detrás, tris-tras,
ni lo ves ni lo verás, tris-tras."
Ha empezado a canturrearla para sí misma sin darse cuenta, y sigue sonriendo. Ahora viene su parte favorita:
"Mirad arriba! que caen sardinas!
Mirad abajo! que caen garbanzos!
a dormir, a domir,
que vienen los Reyes Magos..."
En este momento Lulú cierra inconscientemente los ojos igual que hacía de niña para seguir el juego; como es natural la canción sigue sonando, sin letra, eso sí. La letra la pone ella en sonriente susurro:
"¿A qué hora?
¡A las tres!
Una,
dos...
TRES!"
Cuando Lulú abre los ojos entonces, con la sensación súbita de despertar de uno de esos sueños en los que uno cae al vacío, descubre que todo cuanto la rodeaba en el cuartucho de la licorería ha desaparecido. Hasta el propio cuarto.
"Entra rosa,
color de mariposa..."
Ya no hay paredes encerrándola; ahora está en el exterior, en un páramo bajo las estrellas. La larga lengua de tierra ante sí se ve desierta y blanca como el hueso, tan sólo salpicada por unos cuantos troncos muertos aquí y allá, cuyas ramas peladas quieren arañar el cielo como largos y nudosos dedos de bruja.
"Entra clavel,
color de moscatel."
Lulú se gira entonces hacia el sonido de la música, ahora mucho más potente como canto de verbena, y lo que ve la deja estupefacta: El huevo de los caballitos ha tomado un tamaño GIGANTE, es decir, ahora es un tiovivo de verdad, con dimensiones reales, girando al ritmo de la misma canción que aún no cesa. El entorno resulta tan onírico como sólo puede serlo un tiovivo en un paisaje estéril, y al mismo tiempo tan real como que Lulú podría subirse en cualquiera de los caballitos si quisiera, cuando éstos hicieran la próxima parada en su viaje circular.
Bueno, un tiovivo en tierra de nadie, caballitos y luces de colores... al olor de las flores de noche se han sumado ahora otras fragancias como la del algodón de azucar y la de las castallas asadas, la verdad que como fantasía alucinatoria está bien. Aunque lo cierto es que no se siente como un "viaje", y Lulú no se chuta desde antes del último polvo, por lo cual no habría razón para ser partícipe de todo aquel mundo mágico ahora.
Le asalta de pronto la duda de si quizá Zulú le habría echado algo en la copa que apuró antes de salir. Ah, maldito sea, negro y proxeneta de esclavos modernos, no se puede ser más gilipollas (o tener menos escrúpulos). Mirándolo así no resultaba tan remoto que la hubiera drogado y que todo esto del huevo fuera alguna ¿broma? suya. Un proxeneta negro es capaz de todo, piensa Lulú, tiene el mismo sentido que un neonazi judío, machacando a quienes serían discriminados como lo sería él mismo o como lo fue su pueblo. O bien era algo absurdo o bien los motivos para militar en aquel bando serían escalofriantes.
Aunque, la verdad, resultaba muy difícil imaginarse cómo demonios Zulú podría haber inducido tal paranoia en ella, pues el tío era un peligro pero no era todopoderoso. Rizando el rizo, a Lulú incluso se le pasa por la cabeza que podría ser algún tipo de magia, aunque inmediatamente se ríe de sí misma por pensar algo así.
Sea como sea, de cualquier forma desconfiaba de Zulú. El hecho de que el proxeneta fuera amable como norma general le convertía en alguien doblemente perturbador, capaz de matar a una persona sin dejar de ser gentil. A Lulú no le extrañaría que tuviera algo que ver en el asunto del huevo, aunque no es que saber eso vaya a ayudarla a volver a su cuchitril. Ni tampoco es que ella quiera regresar, no aún, seamos francos.
El entorno y el huevo no es lo único que ha cambiado. La propia Lulú parece diferente aunque sigue siendo la misma. Su piel desprende una suave luz nacarada algo inquietante, y en sus pies... en sus pies brilla un par de sendos zapatos rojos, del mismo color que la superficie del huevo, hechos de cristal tallado en múltiples facetas.
Lulú queda extasiada con los zapatos. Le encantan porque no tienen tacones, y también por el brillo de espejo que guiña en mil matices al mover los pies. Sería estupendo bailar calzada con ellos, aunque no lo intentará... porque siendo de cristal lo mismo se rompen.
--Suba, señorita. El lugar adonde vamos está a tan solo unas vueltas de tiovivo.
¿Qué?¿quién ha dicho eso?
Lulú levanta la mirada a tiempo de ver pasar un hombre montado en uno de los caballos, una figura para nada despreciable en tamaño que sonríe y saluda con la mano. Se queda helada, sobrecogida por un momento preguntándose por qué había tenido todo el tiempo la certeza de que estaba sola en aquel paraje. ¿Cuánto rato llevaba ese hombre allí? ¿y cómo demonios había llegado al huevo? Evidentemente, Lulú se niega ni tan siquiera a pensar en la posibilidad de que ese tío hubiera estado /también/ dentro, si acaso escondido o pleglado como los caballitos en el interior de la caja cerrada.
Al hombre sólo ha podido vislumbrarle de refilón, aunque en breve le volverá a ver pasar en la siguiente vuelta de los caballitos. Ha alcanzado a ver la estela de su casaca multicolor, y cree que lleva la cara pintada en negro y rojo sobre blanco, como un payaso. Le pareció que tenía el cabello rubio (amarillo) pero de eso no está segura.
La siguiente vuelta de tiovivo no se hace esperar y sin embargo, aunque Lulú está con los ojos abiertos de par en par en plena atención sin un parpadeo, el hombre no vuelve. Joder. El tipo había hablado, y su chirriante vestimenta era demasiado vívida como para ser una alucinación, lo mismo que...
...lo mismo que la calidez de su voz. Había sonado como si la conociera.
Qué extraño.
La canción infantil va apagándose y el tiovivo se detiene, aunque las luces que lo decoran, como luciérnagas prendidas de la bóveda que había sido la tapa del huevo, siguen parpadeando, dando a entender que continúa vivo, que esto es tan solo una pausa en la que
Lulú
debería aprovechar,
y
subirse.
No quiere pensarlo mucho. Dar lugar a la mínima vacilación podría significar no hacerlo, o así lo siente. Si presta atención a sus dudas nunca se subirá a ese tiovivo.
No quiere pensar, simplemente corre sobre aquellos zapatos que parecen de viento y antes de que pueda darse cuenta ha saltado sobre un corcel negro y dorado con las crines del color del fuego. Era el caballito que le quedaba más cerca y cuando se encaramó a él, Lulú vio su nombre escrito en las bridas sobre el cuello del animal: "Liberto".
Agarrada con ambas manos al palo que sujeta su montura, Lulú no puede por menos de sentirse una niña de nuevo, con un nudo hecho pelota en la garganta en los instantes previos a que el cacharro se ponga en marcha.
—Sólo cuatro vueltas de tiovivo—escucha con claridad la voz del hombre aunque al sujeto no se le ve por ninguna parte; puede reconocer la cadencia de su voz, cálida con un deje de sorna cantarina, más suave y más baja como si ahora le confiara un secreto al oído. Debería perturbarla, ¿no? escuchar esa voz viniendo de ninguna parte, y sin embargo Lulú asiente para sí, aliviada por saber cuándo bajarse—cuatro vueltas, niña, una por cada año deshecho a tu espalda, una por cada año dejado atrás.
Cuatro vueltas, cuatro años. Exactamente el tiempo que lleva trabajando para Zulú. Lulú da un respingo a lomos de Liberto justo cuando el tiovivo arranca con una nueva melodía, esta vez una canción que suena como carámbanos de azúcar chocando, no la conoce y es algo más pausada que la otra .
"Cuatro vueltas, una por cada año", la cantinela resuena en su cabeza. Hace cuatro años se despedía de la señora Petrov por una mejor vida, por la búsqueda de un sueño que más pronto que tarde se truncaría en una guerra por sobrevivir. Hace cuatro años no estaba en el jaco, aún tenía fuerzas para afrontar los reveses que venían; si en aquel tiempo alguien le hubiera dicho a Lulú que terminaría hipotecando el alma para seguir viviendo no se lo hubiera creído.
—Cuatro vueltas, señorita—el tiovivo ya está girando, Liberto se mueve y Lulú puede ver la vida pasar, aunque esta vez todo sucede un poco más despacio. El hombre del traje de colores que ya no está ahí sigue hablando en su cabeza, y ella no sabe por qué confía en su voz, pero lo hace—disfrute del viaje.
A pesar de que el tiovivo va más despacio, el páramo se confunde ahora en una masa de luces y sombras ante la vista de Lulú a medida que gira. La joven levanta la cabeza y mira al cielo tachonado de diamantes, encontrándose con el disco a medio hacer de una luna creciente en la que antes no se había fijado, quedando por unos segundos su mirada prendida en ella. Cuando ha dejado el local de Zulú acababa de amanecer, y sin embargo ahora siente que tiene toda la noche por delante. Una noche nueva, distinta, en la que por lo pronto quiere estar despierta. O viva.
Cuatro vueltas,
no bien ha empezado la primera y la canción se siente como una nana.
Si está deshaciendo años, ¿por qué el tiovivo no gira hacia atrás? Lulú no sabe por qué se le ha ocurrido esa pregunta estúpida de pronto, ¡ni que aquel huevo fuese una máquina del tiempo!
No lo es. Nada en aquel páramo está marcado por el tiempo, nada se mide en términos del tiempo que ya no existe: sólo el presente discurre ante sus ojos serpenteando entre luces y sombras, y en ese AHORA no existe la conciencia del tiempo transcurrido y venidero. El pasado y el futuro son fantasmas de lo viejo y de lo nuevo, impulsados por el miedo y la memoria y sólo vivos ahí dentro, parasitando el ánimo si acaso.
Acabando la tercera vuelta, a Lulú le asalta el pensamiento de si tendrá que bajarse en marcha del tiovivo...
Si el tipo la ha avisado de cuántas vueltas dura el viaje, ¿será porque el trasto no parará?
—Vamos, pequeña, salta—otra vez la voz del hombre se desliza en su cerebro como humo de mil colores; a lulú le parece ver un sesgo de su sombra perfilándose de pronto a pocos metros del tiovivo. Es un hombre muy alto...—¡Cuenta hasta tres y salta sin miedo!
III
Estaba claro que tirarse desde el caballito Liberto no era lo mismo que saltar de un coche en marcha, sin embargo Lulú hubiera esperado un golpe duro contra el suelo, o al menos notar que caía y después rodar terraplén abajo como Rambo en "Acorralado", pero esa sensación nunca llegó.
Saltó al terminar la cuarta vuelta con los ojos cerrados y el tiempo pareció detenerse, y con él su cuerpo, como si por un instante volara estática y liviana como pluma. Cuando abrió los ojos de nuevo, simplemente se halló tumbada allí sobre la tierra estéril, recostada boca abajo y con la mejilla apoyada en sus propias manos unidas como alas de pájaro.
Lo primero que vio ante sus narices fueron unas relucientes botas negras que ascendían hasta las rodillas de su portador, coronadas por sendas medias a rayas con los siete colores del arcoiris.
Más arriba de las botas la vista proseguía en unos pantalones de raso color borgoña, pegados a las delgadas piernas del sujeto y ajustados a la cadera como segunda piel. La ya mencionada casaca cubría las piernas del hombre hasta medio muslo, abierta y ribeteada de volantes, terminando en un ampuloso cuello de gorguera que enmarcaba la topografía abrupta de su rostro contra la noche. Facciones angulosas y marcadas a golpe de cincel, gran sonrisa delineada en pintura rojo oscuro sobre blanco y cabello amarillo recogido en una coleta alta, este es el rostro del hombre que ahora mira a Lulú desde arriba, con un extraño brillo de comprensión en sus ojos como astros de oscuridad. Un payaso, un bufón, serio a pesar de su sonrisa, ¿con el porte de un maestro de ceremonias, quizás? Se parece mucho, demasiado, a la figura del Yoker en la baraja típica de cartas, sólo que sin aquel sombrero de picos y cascabeles.
—Qué bueno que hayas venido, pequeña—dijo paladeando las palabras, con la misma voz suave de hogar que se las había apañado antes para colarse en la mente de Lulú—empezaba a pensar que no te atreverías a saltar...
El hombre se inclina en una parodia de reverencia y hace una floritura con la mano antes de tendérsela a Lulú. Una mano grande, de palma amplia y dedos largos en los que se marca el nudo de cada falange como tallado en piedra.
—...¿Quién es usted?—a ella se le ha secado la garganta y apenas le llega la voz para articular la pregunta.
Los delgados labios del hombre se fruncen en una sonrisa bajo la pintura, ahora sí, mostrando una dentadura impecable mientras él permanece ahí parado, insistiendo con la mano extendida hacia Lulú.
—Me llaman Kieffer—responde—Soy el patrón del Circo de Fenómenos. Vamos, te ayudo a levantarte.
—¿Qué circo de fenómenos?—no tiene ni idea de lo que le está contando este tío, pero sin darse cuenta Lulú le ha tomado de la mano y ahora hinca una rodilla en tierra para erguirse.
—ESE circo de Fenómenos—el hombre tira de su brazo suavemente y, una vez Lulú se ha puesto en pie sobre sus zapatos de cristal, señala con una inclinación de cabeza tres carpas juntas al final del camino entre la bruma, no muy lejos.
Desde aquella distancia se puede ver que la lona rayada de las carpas está algo ajada y deslucida; los colores apenas salen del espectro de los grises, vagamente perfilando su esencia como "rojos" o "blancos" bajo la luz de la luna, y los banderines que agita el viento sobre ellos parecen jirones de algún tipo de tejido fantasmal ondulando la neblina. El lugar no parece un circo para niños, si añadimos además la atmósfera un tanto lúgubre que envuelve el lugar... pero eso a Lulú no le preocupa: ya no es niña, por mucho que ahora se sienta como una.
—Bonita bata...—apostilla el hombre y sus ojos brillan con una chispa divertida, clavándose con plena intención en los pechos que casi por completo desbordan el escote de Lulú, cuya sujeción se ha aflojado al final con tanto movimiento.
Lulú sigue con los ojos la mirada del hombre y enrojece violentamente reparando en que no lleva nada bajo la bata. Nunca hubiera vacilado lo más mínimo en atajar un comentario como ese en el local de Zulú; sin embargo allí, en presencia de este hombre tan (¿elegante?) peculiar, aquello le turba de manera inexplicable. Sin mirar al payaso, Lulú se recoloca como puede la bata para cubrir su desnudez y se ajusta el cordón a la cintura, asegurándolo con un nudo doble.
Kieffer sonríe para sí. Bajo ese gesto casi paternal al mirarla, lo cierto es que se arrepiente de haber hecho el comentario, ya que Lulú ha tapado definitivamente sus voluptuosas formas ahora. No puede evitar desearla con un hambre fuera de lo común; al fin y al cabo él es lo que algunos humanos llamarían un demonio -aunque también le han llamado ángel dependiendo del contexto-, se alimenta de la lujuria que anida en el bajo vientre de las mujeres y los hombres, de fantasías humanas cuanto más obscenas y oscuras mejor. En su mente se proyecta ahora, como una visión de futuro, el rostro de Lulú dulcemente contraido por la furia del orgasmo. Sin poder evitarlo, el bufón se estremece sin mover del sitio su metro ochenta y pico de estatura, y su cuerpo carnal, inevitablemente, empieza a reaccionar.
—Tranquila—no le ha soltado la mano y ahora señala al camino de nuevo, dando a entender que va a echar a andar, aunque trata de disimular su urgencia—Ven.
Quizá porque Lulú tiene experiencia en oscuridades, un sexto sentido la advierte ahora con una certeza lapidaria: si sigue a este hombre cuya piel se calienta contra sus dedos, si continúa sosteniendo su mano y camina con él hacia las carpas, será su perdición. Aunque no sabe muy bien en qué sentido.
El vértigo es eso que atrae al insecto humano a la trampa con igual furor que la bombilla incandescente a la polilla. A cada paso que recorren juntos, él está más hambriento. A cada paso que da junto a él, ella se vuelve más inocente y curiosa, quizá incluso temeraria.
A medida que se aproximan a (la tela de araña) las carpas, Lulú distingue al pie de la más grande el resplandor de una hoguera y un grupo de personas en torno a ella, unos sentados, otros danzando. Rasgueos de guitarra ascienden hacia el cielo desde allí, marcando el ritmo de una canción tan desenfadada como rotunda entre cuyas notas se desliza, de cuando en cuando, la dulzura de un violín asilvestrado y callejero. Voces se elevan coreando un idioma que Lulú no entiende, una lengua rota que trae la esencia de los Cárpatos, del Mar Negro y de la cabalgada sobre un Liberto real a través de un mar de hierba peinado por el Etesio.
Kieffer y ella no tardan en llegar junto a las personas congregadas al rededor del fuego junto a las carpas. Una vez allí, el bufón se aclara la voz con un leve carraspeo y sonríe a los presentes, sin soltar la mano de Lulú.
—Ya está aquí—apenas murmuró. El festín comenzaría pronto.
El chico que tocaba la guitarra y cantaba, a cuya voz se sumaban unos coros desde la garganta de alguien que Lulú aún no ha podido ver, deja el instrumento a un lado y sonríe.
—Somos Janoah—se presenta, agitando la mano en el aire.
¿Somos?
—Espera, espera, muchacho—le recrimina Kieffer con amabilidad—vamos a presentarnos como es debido, para una noche que tenemos compañía.
Por detrás de la carpa que está más a la izquierda aparece entonces un hombre de unos treinta y pocos años, descalzo y vestido con un pantalón desgastado color caqui y un poncho. Está pálido como la cera y sus ojos... sus ojos son dos cuencas vacías que parecen haberse tragado el infinito, una mirada sin fondo e inmensa, quizá ciega, quizá no. En lugar de sentarse con los demás, el joven camina dando tumbos hasta alcanzar un poste de madera entre las carpas y se apoya contra él, cuencas de muerte fijas en Lulú o quizá mirando a través de ella, enmarcadas por mechones revueltos de cabello castaño a contraluz.
—Esta es Evandra—como si no hubiera advertido la llegada de este hombre, el bufón ya ha empezado la ronda formal de presentaciones. Ahora le aprieta la mano a Lulú para llamar su atención hacia una mujer de ojos rasgados, hipnóticos, cuyo rostro está tapado por un velo de nariz para abajo—nuestra... bailarina.
Quién sabe por qué Kieffer ha titubeado en el último dato.
Lulú se siente intimidada por la mirada de la mujer, ahora clavada en ella sin reservas; aquellos ojos parecen estar sonriendo aunque el velo impide ver si los labios de Evandra acompañan, pero sería en cualquier caso el tipo de sonrisa que tal vez no fuera agradable de ver.
—Este es Kraton, el hombre oso—prosigue Kieffer, señalando a un gigante peludo y descomunal que devora un pedazo de carne junto a la hoguera. El hombre bestia deja escapar un gruñido a modo de saludo y mira a Lulú por el rabillo del ojo—la serpiente que está rodeando su cuello es Nyo-kaa. Ten cuidado con ella...
Por supuesto, el bufón no le dirá a Lulú que la gigantesca boa albina que rodea los hombros de Kraton es, en realidad, una arpía cambiaformas sedienta de sangre. Por su parte, la serpiente sabe de quién se trata esta mujer que huele a jabón, y para qué la trajo el Patrón, aunque ella piensa que todo esto es una gilipollez, por no decir un engorro. Sigue a lo suyo, reptando despacito sobre el pecho del hombretón para poco a poco colocarse enroscada en sí misma encima de su regazo.
—Estos dos son Jano y Noah—indica Kieffer señalando al joven que tocaba la guitarra minutos antes.
—Janoah, para abreviar. Yo soy Noah.
Ante la estupefacta mirada de Lulú, el chico de la guitarra se vuelve para mostrar otro rostro gemelo, exactamente idéntico si no es por el brillo de sus ojos, en la parte posterior de su cabeza.
—No le hagas caso—sonríe amigable y algo tímidamente la segunda cara, la que le ha hecho los coros antes a la canción de su hermano—él es Jano, yo soy Noah, el que mira hacia atrás.
—Somos dos, es complicado—añade el llamado Jano, si es que ese era su nombre y no parte del cachondeito que seguro que ambos hermanos se traían entre ellos. Trata de decir con esto que Lulú no está viendo a un hombre de dos caras sino a dos hermanos gemelos -dos cerebros, dos almas, dos mentes- compartiendo un cuerpo único.
—Y el del poste—dice finalmente el bufón para zanjar el tema de las presentaciones—es Yareth, el chico-planta. Antaño era un gran médico, pero ahora...—añade y deja la frase en suspenso con un deje de tristeza, como si el otro no estuviera allí.
—Hah, ahora es un cadáver macilento que alguien reanimó de una manera cutre y barata—se carcajea la mujer del velo con la malicia afilada típica de andar por casa.
El chico-planta agacha tímidamente la cabeza y se remueve un poco contra el poste sin decir una palabra, cuencas vacías fijas en el suelo y obcecadas en quién sabe qué infierno más allá de éste. Bajo el poncho raído que lleva puesto, un zarcillo oscuro y sin espinas se retuerce y, con autonomía propia, se mueve discretamente hacia el borde inferior de la prenda como tratando de asomarse, como si pudiera captar el olor del aire. Detecta una presencia nueva en el ambiente, vital aunque dañada, ¿intoxicada?...¿envenenada? Por suerte para Lulú, la elevada concentración de heroina en su sangre y los rastros de otras drogas dañarían el delicado sistema nervioso de la flor si ésta la devorase, y eso la planta entera lo percibe. Por otra parte, el plato favorito de la flor que vive en Yareth son cadáveres en avanzado estado de putrefacción, no un cuerpo vivo aún caliente.
—Evandra, por favor.
—Parece retrasado pero no lo es—matiza la mujer del velo con sorna—sólo es un zombie conectado a una madita planta carnívora para subsistir...
—Evandra—el patrón intenta callar por segunda vez a la mujer, aún discretamente pero con cierta tensión en la voz. La bruja gitana pocas veces acepta ser atajada en sus palabras, tal vez porque es vieja como el mundo, mucho más vieja que Kieffer, aunque cualquiera lo diría.
—Mh.
A la bruja le encanta montar escenas, pero esta vez se contendrá. Tiene hambre, y aún resta por ver quién probará el manjar, si lo echarán a suertes o qué. El Patrón había dicho que la propia Lulú decidiría para quién sería el manjar... el Patrón era definitivamente un gilipollas. O bueno, no tanto en realidad, porque en cualquier caso, pasara lo que pasara, Kieffer se beneficiaría.
—¿Por qué no te sientas?—dice Jano con los ojos brillantes, de nuevo mirando hacia el fuego que aún arde alegremente y dando unos toquecitos junto a él en el suelo, alentando a Lulú a unirse a aquella pequeña fiesta.
Ésta vacila por unos instantes sin saber qué hacer, visiblemente turbada con todo aquello pero a la vez resistiéndose a marcharse, quién sabe por qué.
—No, yo... yo...realmente...
—Oh, bueno. Al menos toma un trago, querida—como la tentación hecha carne, Kieffer ha servido una copa con un líquido dorado que sacó de una jarra junto a la hoguera—hidromiel de la Fortaleza...—le tiende la copa a Lulú. Es una copa grande que tiene el tamaño de un cuenco para cereales, más o menos, y está llena casi a rebosar.
—...¿Fortaleza?—Lulú no entiende nada, pero coge la copa, más bien como si le hiciera a Kieffer el favor de sujetarla—pero yo...
—¿A quién eliges?—pregunta Evandra de pronto en un afilado susurro, en ese mismo momento.
Los árboles muertos agitan sus ramas y Nyo-kaa silba como crótalo, levantando la cabeza y mirando por primera vez a Lulú con un fulgor inteligente en sus ojos de albina.
—...¿Elegir...?
—Sí, querida—asiente Kieffer, como si estuviera diciendo algo obvio—Tienes que escoger a UNO de nosotros.
—...¿Para qué?..—musitó Lulú.
—Pues para qué va a ser, mujer. Para bailar. ¿Qué si no has venido a hacer con esos zapatos? Vamos, ¡música! ¿Dónde está el violinista?
Jano esboza una sonrisa, como siempre a espaldas de su hermano Noah.
—Se ha ido a dormir. Tiene jaqueca—explica al bufón, estirando el brazo del cuerpo que comparte con su gemelo para coger la guitarra.
—Oh. Vaya. Pues nada, entonces sin violinista.
Qué se le va a hacer.
Bailar. ¿Cuánto tiempo hace que no bailas, Lulú? ni te acuerdas. Cuando cada frufrú de falda carga una cruz, quién demonios piensa en bailar.
De niña bailaba. ¿Lo echa de menos?
Sin darse cuenta, ya está dando un pasito de baile en el sitio al ritmo de la guitarra de Janoah,
y otro,
y otro... tan sólo repeticiones de un movimiento simple y distraído que creía olvidado. Claro que todo lo retenido en la memoria del alma -las bicicletas, los sabores, el recuerdo del canto de los pájaros, el hogar en la piel de la persona amada- no se olvida así como así...
—Vamos, elige a uno—Evandra suelta una carjada al ver cómo ya se mueven los pies de Lulú en aquellos zapatos de viento.
—Prueba el hidromiel. Y escoge.
—Escoge a uno de nosotros...
Algo mareada, impresionada y tal vez temerosa de contradecir a aquella gente, Lulú acerca el borde del copazo a sus labios y cierra los ojos al tiempo que da un pequeño trago. En el local de Zulú ni se le hubiera ocurrido mostrarse favorable a algo así, hubiera rechazado todo ofrecimiento con la respuesta desabrida habitual, rugiendo bajo la rota carcasa a quien osara acercarse y querer tocarla un pelo sin pagar. Pero ahora no está en el local de Zulú, sino en el territorio de esta gente cuyas costumbres no conoce, como tampoco conoce lo que podrían llegar a hacer si ella les diera un desplante. La intuición por lo pronto le dice que no ponga a prueba a aquellos (engendros) fenómenos, y Lulú es lo bastante inteligente como para hacerle caso.
—Escoge...
El hidromiel se siente denso y untuoso sobre la lengua, caliente y dulce como un beso a medida que baja por la garganta. Lo saborea con los ojos cerrados y se estremece por la experiencia sensorial, mientras las voces de los integrantes del circo se elevan y comienzan a girar a su alrededor ululando la misma pregunta "¿A quién escoges?" "A quién?" "venga, mujer, dínoslo..." "mujer, dínoslo, mujer".
¿Escoger? Toma otro trago y aunque sigue asustada sonríe como tonta sin saber por qué, mientras permite a sus propios ojos irse posando en uno y en otro de los freaks.
Jano está tocando la guitarra, así que elegirle a él para bailar significaría bailar sin música. Y tampoco puede bailar con su hermano gemelo, claro, ese tal Noah que en realidad es un rostro adherido al cogote del primero.
Con la boa albina de más de cuatro metros que sigue moviéndose por ahí, definitivamente tampoco va a bailar. No es que le den repugnancia las serpientes, y Nyo-Kaa le parece un muy bello animal...pero no, no se imagina bailando con ella.
El hombre oso tiene un tamaño descomunal y, a juzgar por cómo hinca los dientes en la carne, un temperamento que da miedo.
Aunque la que más le asusta con diferencia de todo el grupo, y con quien primero quiere poner distancia, es Evandra. En esto la intuición de Lulú no se equivoca: hace bien, la danzarina de los velos no haría cosas agradables con ella.
La cosa queda entre Kieffer y el chico-planta, entonces.
Se toma tiempo para mirar a uno y a otro: el bufón por su parte ha sido amable, ¿no? ¿Por qué siente que elegir a Kieffer sería un acto peligroso? Quizá porque Kieffer ha sido quien la guió hasta ahí, probablemente también quien le hizo llegar aquel huevo-cajita de música dejándola en el local a su nombre, ¿o habría sido otro?
La elevada estatura del bufón, su cabello amarillo, sus manos grandes y su ropa estrafalaria tampoco es que le den mucha confianza a Lulú, así que no ayudan a la hora de elegirlo.
Yareth, por su parte, ahí sigue en el poste. Mientras los demás hablan, comentan y se ríen por encima de la música, él no ha dicho ni una palabra. Visto de lejos no parece el mejor compañero de baile, y el hecho de que sea un muerto viviente no ayudará a mejorar la situación en las distancias cortas, piensa Lulú. Pero al quedar los demás diametralmente descartados, el chico-planta se ha convertido en su única opción.
Tambaleándose un poco tras el tercer trago que acaba de darle a su copa, Lulú se encamina con paso titubeante hacia el poste donde está Yareth. A medida que se acerca a él, el aroma de las castañas, el algodón de azucar y la carne asada es reemplazado por una fragancia exótica, húmeda y exudativa como si viniera de la mismísima reina del pantano de la tristeza: la reina de las flores al fondo de la ciénaga, flores que hasta en los vertederos crecerían; la reina indiscutible y potente en su rareza, porque hasta el cardo espinoso puede dar flor.
Sin darse cuenta, Lulú queda embriagada, atrapada por este olor orgánico a plantas trepadoras colonizando un sótano. El aroma impregna la piel, los cabellos y las ropas del chico-planta, quien ahora ha levantado el rostro hacia ella y la observa sin verla desde las cuencas vacías de sus ojos, enmarcadas por mechones revueltos de color castaño a contraluz.
—Eh. Yareth—en el último momento, Lulú recuerda el nombre que anteriormente dijo Kieffer para referirse al chico muerto—¿quieres bailar...?
Es irónico que la propuesta sonó inocente de sus labios. Es irónico, porque ella es puta y ahora tartamudea al pedirle a un hombre que baile con ella. Es irónico y quien hubiera conocido a Lulú no se lo creería si lo viera, pero aquel lugar, aquella atmósfera caótica y mágica daría al traste con la ordenada y sórdida vida de cualquiera, más aún de cualquier prostituta que conservara viva una niña interior. Así que visto así, lo que le ocurre a Lulú ahora tiene lógica.
El chico-planta percibe su inquietud y sonríe un poco, muy poco, y muy tímidamente. Si tuviera ojos, le rehuiría ahora el contacto visual a ella. Él no está inquieto pero sí excitado. Desde que fue rescatado por Kieffer cuando éste se deshacía de un acervo de cadáveres, hace ya unas treinta lunas, sólo se ha follado a animales. Y Lulú es... huele...
—S-sí. Q-quiero—responde con esfuerzo.
Lo que dijo Evandra antes sobre Yareth era verdad: tal vez el chico planta parecía un retrasado, pero no lo era. Después de la muerte ni sus cuerdas vocales ni su cerebro eran los mismos, aunque aún funcionaban. Quién sabe por qué, las areas motoras de su cerebro habían resultado más dañadas que las sensitivas, y el resultado era, resumiendo, que podía cazarlo todo al vuelo pero elaborar una respuesta mínima le costaba un triunfo.
Y claro, seguía conservando viejas pulsiones atávicas. Ahora además tenía otras nuevas, gracias a la flor que vivía en su interior, permanentemente excitada, desplegando sus pétalos sedientos dentro de su pecho y lanzando quejidos como estertores que sólo Yareth podía oir.
Siempre tuvo inclinación por placeres prohibidos y oscuros, nada a lo que hubiera podido dar alas cuando estaba vivo y era un médico respetable, sin flor que se alimentara de la putrefacción propia y ajena. Ahora esas pasiones siguen vivas, muy vivas en él, pero no hay nada que las reprima.
Lulú sonríe como niña cuando el chico-planta le dice que sí.
—N-nunca he bai...bailado...b-bien—balbucea el joven en un susurro, encogiendo la espalda contra el poste—N-no sé... si s-sa-ab-bré...
—Bailaremos como queramos—murmura Lulú, de pronto sintiéndose conmovida con aquel chico. Suavemente le toma de las manos, sujetando la gigantesca copa con la mano libre, y las coloca sobre sus caderas, pegándose a él y alentándole a que le rodee la cintura con los brazos y comience a moverse con ella.
A un par de pasos, Kieffer observa embobado la escena. En realidad todos están mirando, hasta Evandra ha enmudecido, aunque a ella (contrariamente que a Kieffer) no le ha sorprendido demasiado la elección de Lulú. Jano sonríe divertido y sigue tocando la guitarra, él no come humanos, no le molesta que le levanten a la presa. Noah por su parte está tarareando la canción ensimismado, ajeno a lo que ocurre, al parecer.
—...¿Quieres beber?—pregunta en voz baja la niña puta al chico muerto, sin dejar de moverse contra él y con la nariz a escasos centímetros de la suya.
—S-sí...
Mientras él la abraza por la cintura -nadie la había abrazado antes con tanta dulzura y tal firmeza al mismo tiempo, con cuidado pero como si temiera que se fuera a escapar- Lulú coloca el borde de la copa rozando los labios de Yareth al tiempo que la inclina ligeramente para que este pueda beber. El chico sonríe besando el borde de la copa, sus cuencas negras parecen quedar dormidas por un instante cuando toma el primer trago, aún aferrado a la cintura de ella.
Cuando termina de beber, Lulú bebe a su vez y luego se separa de él para dejar la copa medio llena en el suelo.
Uf, ese segundo de separación dolió como descarga eléctrica en la piel. Preguntándose por qué, y dándose cuenta de que quiere probar el hidromiel de los labios del chico-planta, Lulú se abraza impulsivamente a él ya con las manos libres para seguir bailando. Y es entonces, en el brusco choque cuerpo contra cuerpo, cuando le nota duro como piedra contra ella.
En lugar de sentir asco, siente ardor entre las piernas por gozarse esa polla, acompañado de unas extrañas ganas de romper a llorar. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cabalgaba una buena verga?¿cuándo fue la última vez que disfrutó con algo como eso?
—Nhg...—el chico planta suelta un gruñido quebrado y se mueve contra ella, con la discreción y la urgencia de quien simplemente ya no puede más. Debajo del poncho cuya lana se pega a su cuerpo, la flor abierta comienza a babear un líquido gelatinoso de olor dulzón: siempre segrega esta substancia cuando algo enciende a Yareth.
Lulú sigue bailando, ahora también correspondiendo al otro baile solapado cuerpo a cuerpo, deshaciéndose en tan bruscas oleadas de humedad bajo la bata que podría empapar los pantalones caqui de Yareth si se sentara a horcajadas sobre él.
A medida que ambos se acercan el uno al otro contra el resplandor de la hoguera, todo lo que hay alrededor desaparece para ellos: ya no hay ni carpas, ni monstruos, ni carne asada, ni Patrón. Sólo ellos, sólo Yareth y Lulú, la mujer niña que esquiva amaneceres danzando con la muerte que vive de prestado.
A los pocos minutos, ambos han pasado a besarse o más bien a beberse el uno al otro con las bocas abiertas, acariciándose los cuerpos doloridos con manos ávidas de carne. Él se quita el poncho para descubrir la flor necrófaga en su pecho, ella le susurra al oído su verdadero nombre. Él resolla como animal, la coge por la cintura y la gira para colocarla a cuatro patas y tomarla en el suelo contra el poste. Es un buen punto de apoyo: podrá empujar hasta mugir el orgasmo y caer desfallecido sobre su cuerpo.
Es la misma Lulú quien se levanta la bata y frota la fruta jugosa entre sus piernas con la erección de él como si quisiera que Yareth la follara con los pantalones puestos.
Y ahora te digo,
que aquí hay amor.
¿Hay amor? no lo sé, esa maldita palabra quién sabe lo que significa. Hay un profundo respeto tácito entre ambos, fraguado por el deseo más primario e instintivo, y un canto a la dulzura de la vida a ritmo de las furiosas estocadas, coreado por gemidos y jadeos.
¿Hay amor? no lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo, para Lulú hay sexo; sexo animal y rompedor de cadenas, duro y dulce, muy cerdo, muy cerca.
—No te vayas...—gime ella cuando siente que está a punto de desbordarse. Se refiere a que, aunque quizá no hay amor (y qué coño importa), no le conoce y ya teme perderle. Si después de aquello no vuelve a ver a Yareth, será como que él se fue sin haber llegado siquiera, sin haber podido quedarse... y eso se sentía ya doloroso antes de que ocurriera, Lulú no quiere saber por qué—prometeme que no te vas a ir, que esto no es un sueño...
A tan sólo unos pasos, cerca de la fogata, Kieffer se alimenta del placer de Lulú y Yareth aunque él no ha tienido nada que ver en el curso de los acontecimientos.
A la mañana siguiente de la furiosa cabalgada, Lulú despertará en su lecho de mantas del cuartucho de la licorería, de vuelta en la vida monótona y sórdida de siempre, con el cabello revuelto y el sexo felizmente desgarrado. Lo primero que hará será correr a comprobar si el huevo que le dio Zulú sigue ahí, ya que, si es cierto que todo son telas de araña en su mundo, al menos quizá ella pueda elegir en qué trampa quiere pasar el resto de sus días.